Hay jinetes de luz en la hora oscura
César Cervera | 25 de julio de 2020
Casos tan flagrantes como la pintada de una estatua de Cervantes en San Francisco sirven para despertar a la opinión pública y visualizar la ignorancia que hay detrás de estos ataques.
Cuando las estatuas y placas dedicadas a Fray Junípero Serra, un hombre que dedicó toda su vida a la protección y evangelización de los indios de California, fueron retiradas o sufrieron ataques en EE.UU., una parte de los españoles ni pestañeó. Muchos no conocían al misionero, y otros lo imaginaban un sacerdote malicioso que bien se habría ganado las pintadas. Hubo hasta quien pidió retirar los monumentos suyos que hay en España.
Cuando luego los revisionistas la tomaron con las representaciones del conquistador Juan de Oñate, incluso hubo gestos de asentimiento en la península. Sin tiempo de buscar en Wikipedia quién era Oñate, muchos supusieron que sería otro colonizador malvado que se ganó a pulso los odios actuales. Que se fastidie…
La misma pasividad mostraron algunos españoles, muchísimos, cuando les llegó el turno a Cristóbal Colón, Isabel la Católica o Juan Ponce de León, en esta furia iconoclasta que supuestamente busca borrar símbolos racistas de las calles del país norteamericano, pero que una vez más ha acabado centrándose en los mismos.
Y es que atacar la historia de España es muy barato. Aparte de que la leyenda negra sigue muy presente en los libros de texto de los colegios y en el imaginario colectivo, incentiva las acometidas contra la memoria y personajes de este país el hecho de que España y los españoles nunca salgan en defensa de lo suyo, que suelen imaginar viciado y anómalo de base. Cinco siglos diciéndonos que somos la nación más atrasada y violenta de Europa han hecho mella en la confianza de la nación.
Solo en un caso reciente ha habido algo parecido a una indignación generalizada en España frente a estos actos vandálicos. Se trata de la pintada roja con la palabra «bastardo» sobre la estatua de Miguel de Cervantes en un parque de San Francisco. No es que los españoles se echaran a la calle a protestar, es más, algunos populistas incluso siguieron debatiendo sobre lo idóneo o no de retirar también nosotros estatuas incómodas, pero ciertamente hubo un sentimiento de repulsa contra tal salvajada y una tímida respuesta a nivel institucional.
Atacar a malvados conquistadores es una cosa, y otra muy distinta es hacerlo contra todo un tótem de la literatura mundial, un hombre que escribió una oda a la libertad llamada El Quijote y que, para mayor ironía, sufrió en sus carnes la esclavitud en Argel. En un país enfrentado por cada punto y cada coma de nuestra historia, únicamente existe consenso en torno a los hitos culturales del país. Agredirlos a ellos, salvo que sea una cuestión vinculada a la Guerra Civil y a la memoria histórica, es una de las pocas líneas que ningún español, indiferentemente de su ideología, quiere ver traspasada.
Cervantes, una vez más, es un punto de inflexión. Casos tan flagrantes como el suyo suelen servir para despertar a la opinión pública y visualizar la ignorancia que hay detrás de estos ataques, aunque algunos quieran revestirlos de progreso y multiculturalidad. Casi hay que agradecer a nivel mediático que la furia iconoclasta derivada de la muerte de George Floyd haya topado con un hueso de tal entidad, con un gigante, en vez de con simples molinos. En la humillación de Cervantes resulta demasiado evidente que quienes lanzaron la pintura, a él y al resto de estatuas, eran unos completos ignorantes.
Lo más paradigmático del asunto es que entre Cervantes y Oñate no hay una diferencia tan grande a nivel biográfico como para que algunos españoles muestren una doble vara de medir. El Manco de Lepanto estuvo a punto de cruzar el Atlántico cuando su carrera como militar había terminado, su cargo de recaudador le había granjeado tantos enemigos como entradas en prisión y su aventura como comediógrafo en Madrid languidecía. El de Alcalá de Henares estuvo a milímetros de ser un conquistador. ¿Eso lo hubiera convertido automáticamente en un malvado genocida? En ese caso, ¿nos hubiera parecido bien que los indigenistas radicales escribieran «bastardo» en alguno de sus monumentos? ¿Hubieran sido menos valiosas sus obras escritas por cruzar un océano?
Puestos a juzgar el pasado como se está haciendo, desde ideas y traumas presentes, cabe recordar la obviedad de que Miguel de Cervantes fue un hombre de su tiempo. No llegó a ser un conquistador, pero sí sirvió como soldado para ese imperio que los que hoy retiran las estatuas califican de brutal y hasta participó en una batalla de carácter religioso, designada como la última cruzada en el Mediterráneo, donde no dudó en mancharse de sangre y perdió la movilidad de su mano izquierda.
Cervantes fue un fervoroso católico, un recaudador de impuestos del rey que acabó encarcelado por supuestas irregularidades y, en general, un tipo con tantos defectos y pecados como cualquier hijo de vecino. No era un santo, ni alguien con una mentalidad tan alejada de su tiempo como para superar hoy el rígido escrutinio de lo que se considera políticamente correcto.
No tiene ningún sentido indignarse con Cervantes, pero luego desplegar toda la comprensión demagoga cuando se trata de estatuas de Oñate o Ponce de León. Ya sea con un escritor, una reina, un misionero o un conquistador, el problema no es lo que hizo o dejó de hacer durante su vida, sino la estupidez de ponernos ahora a juzgarlos con efecto retroactivo. ¿Superaremos nosotros el juicio de las siguientes generaciones? ¿Deben tirar los hombres y mujeres del futuro nuestras estatuas y quemar nuestros libros si, como es probable, aprecian salvajes muchas de las costumbres y conductas que hoy nos parecen el culmen de la civilización?
Detrás de la barbarie que se vive estos días en EE.UU. lo que hay es un completo desconocimiento de quiénes fueron aquellos personajes históricos que cambiaron el mundo que hoy pisamos. No es justicia, es ignorancia.
La llegada de Cristóbal Colón a América fue el primer paso para la construcción de un nuevo mundo más allá del Atlántico. Isabel la Católica, Reina de Castilla, lo supo entender desde el principio.
El revisionismo y gran parte de los ataques a figuras históricas como Cristóbal Colón esconden una tradición de desprecio y racismo hacia la comunidad italiana en Estados Unidos.