Hay jinetes de luz en la hora oscura
César Cervera | 23 de enero de 2021
Sustituir la realidad por cuentos presentistas solo acrecienta el susto cuando niños y adultos descubren la aterradora verdad.
Hace unos días se estrenó la serie de Netflix Los Bridgerton, que reconstruye, desde un punto de vista fantasioso y distópico, el periodo británico conocido como la Regencia. Esta ficción introduce como reina y animadora de las fiestas palaciegas a Carlota de Mecklemburgo-Strelitz, que es interpretada por Golda Rosheuvel, una actriz y cantante de facciones negras. Gran parte de la nobleza que aparece en esta serie de actores y ambientación británica es también de origen africano.
Los defensores de estas licencias creativas han argumentado, aparte de que el rigor histórico no es importante en la serie, que la reina Carlota tenía orígenes africanos. Una controvertida teoría sobre los supuestos genes africanos de esta reina, con facciones algo exageradas, ha sido defendida por varios investigadores en los últimos años y se basa en una remota antepasada medieval que vivió en el norte de África, pero que probablemente ni siquiera era negra… En cualquier caso, eso no justificaría que la alta sociedad británica estuviera llena, más allá de la reina, de personas de raza negra en un periodo profundamente racista.
Se conocen algunos casos de nobles y artistas de raza negra que lograron alcanzar cierto protagonismo en las cortes europeas del siglo XIX, más allá de los pajes y criados de rigor, pero la excepción no hace la regla. Hay pocos periodos en la historia de la humanidad con una sociedad más cargada de prejuicios y restricciones de carácter racial o social como esa. Además de Los Bridgerton, películas como La increíble historia de David Copperfield y series como Great presentan una variedad racial en la ficción que reconstruye los siglos XVIII y XIX que resulta inverosímil y, en cierta medida, peligrosa. Olvidar el pasado nunca ha traído nada bueno.
En el teatro británico existe una larga tradición de actores negros o de otras razas interpretando papeles descritos en sus obras originales como blancos, entre ellos Julio César o Hamlet. La alta calidad interpretativa de algunos de estos actores y el que desde el periodo isabelino se acostumbrara al público a que papeles de mujeres fueran interpretados por hombres explican esta curiosa flexibilidad a la hora de escoger el casting. La Inglaterra actual es una mezcolanza étnica y religiosa como consecuencia de su pasado colonial y la propia globalidad, lo cual emplaza la necesidad de adaptar, ahora más que nunca, las representaciones ficticias a la realidad del presente. La elección de un reparto multicultural obedece a la máxima de mostrar la diversidad del mundo real y, no menos importante, primar en la elección del actor la habilidad para dar vida al personaje más allá de sus rasgos físicos o su procedencia.
Es lógico y hasta necesario. La parte peligrosa comienza cuando esas necesidades del presente son trasladas también a las representaciones del pasado. A cuando, como en Los Bridgerton, se escenifica una situación idílica que nunca ocurrió para solapar la realidad miserable que sí fue.
La libertad creativa de los autores va más allá del rigor histórico, que solo es una elección más. Para que un creador pueda pintar o un escritor novelar, lo importante es que se sienta libre a todos los niveles, y que, si bien no tiene por ello patente de corso, incluso se atreva a bordear espacios sensibles como pueden ser los religiosos o los políticos. Si la obra es apabullante, que el periodo histórico esté bien representado o pueda ofender ligeramente a algún colectivo queda en un segundo plano. El arte es un desafío para el creador y para la sociedad.
Pero todo ello no quita un hecho innegable: la ficción tiene un efecto directo sobre las imágenes que la gente se hace sobre el pasado. La ficción es imbatible y llega a una cantidad de gente con la que no puede competir, ni por asomo, un ensayo o una investigación histórica. Muchas ideologías se han valido del poder de las imágenes para ensalzar sus ideas y, cuando ha tocado, manipular el pasado con buenas dosis de propaganda. No se trata de lo que ocurrió, sino de lo que te cuentan que ocurrió y de la fuerza literaria con la que lo hagan.
«Las películas nunca son totalmente inofensivas. Las imágenes quedan grabadas en la mente con mucha más profundidad que la palabra escrita», ha defendido el hispanista Henry Kamen sobre cómo España ha sido presentado tradicionalmente, incluso en el cine, como un lugar exótico pero atrasado y fanático. Las imágenes que tiene el público medio incrustado en el cerebro sobre la Antigua Roma, la Edad Media, la época de los piratas o la España imperial, por mencionar temas muy manoseados por la ficción, bebe directamente de novelas y películas. Aún hay gente que no imagina a los vikingos sin cuernos o a los señores feudales sin barro en la cara.
No creo que nadie, o casi nadie, que vea Los Bridgerton piense que la serie es buen reflejo de cómo era la Regencia, pero seguramente no leerá a continuación, ni nunca, un libro riguroso sobre el tema para construir una imagen real sobre ese periodo. Las imágenes quedan perdidas en algún lugar del cerebro para siempre… Por eso resulta peligroso dar a entender al público que la alta sociedad británica y europea del siglo XIX era multiétnica, cuando en verdad era profundamente clasista y racista. Sustituir la realidad por cuentos presentistas solo acrecienta el susto cuando niños y adultos descubren la aterradora verdad. El racismo anglosajón no es algo que deba ser maquillado, entre otras cosas porque aún está sin resolver hoy en día. Para erradicarlo se necesita comprender plenamente sus raíces y su historia.
¿Significa eso que hay que prohibir ciertas ficciones o sacarlas de las plataformas, como le ocurrió a Lo que el viento se llevó por precisamente lo contrario (en este caso, lo que molestaba era que representara fielmente un periodo repleto de racismo)? Rotundamente, no. Igual que no hay que derribar estatuas porque, a ciertos colectivos milenial, el personaje homenajeado les resulte poco decoroso desde sus juicios morales del presente. Las prohibiciones y los borrados no solucionan los problemas, solo los ocultan.
Algunos proponen, como alternativa, poner carteles recordando la obviedad de que se trata de historias inventadas o, en el caso de las estatuas, explicar con placas brevemente las biografías de los personajes para evitar ataques. Resultan métodos poco eficaces: es como querer combatir la fiebre del Fortnite regalando peonzas, pero sí, por ahí van los tiros. Hay que contextualizar el pasado y dar al público masivo otras opciones, tal vez menos plomizas que un estudio académico o no tan obvias como un cartel informativo, para que pueda configurarse otra idea sobre el pasado.
Documentales, obras de divulgación atractivas, series que se toman como una obligación el rigor histórico… Existen muchas herramientas ligeras para contrarrestar el efecto de una mala digestión de ficción. Porque, en resumen, se trata de lo de siempre: regar y usar el sentido crítico y los conocimientos para no ser un pelele a merced hasta de una simple ficción.
La idolatría por los piratas está incrustada en la historia del mundo anglosajón, que, incapaz de determinar si fueron héroes o villanos, los categorizó como antihéroes a la mínima que se prestaron a favorecer sus intereses geopolíticos.
Netflix no ha tenido reparos en destrozar, en traicionar, en violar Carta al rey, el magnífico libro de Tonke Dragt. No hay página, personaje o escena que no hayan sido desvirtuados, aniquilados.