Hay jinetes de luz en la hora oscura
César Cervera | 18 de agosto de 2019
Los tópicos sobre la Inquisición española han arraigado en el imaginario colectivo, dejando al margen cualquier intento por explicar la realidad histórica.
Cualquier opinión sobre el Santo Oficio que no empiece con «era un tribunal de sádicos y fanáticos» puede convertir al que pronuncia la frase, en un abrir y cerrar de ojos, en un defensor radical de «los peores crímenes de la historia», a ojos de quien la escucha.
El margen de lo que se puede decir o no sobre la Inquisición, incluso entre interlocutores formados y supuestamente respetuosos, se mueve al filo de la navaja. La Inquisición española (curiosamente solo la de este país) se encuentra en el Olimpo de los mitos y es un elemento central de la propaganda que las naciones protestantes lanzaron contra la potencia hegemónica en Europa.
Mientras en sus propios países se mataba y perseguía con saña a católicos y a otros protestantes (eso eran los famosos puritanos que huyeron a América), los enemigos de España en el siglo XVI y XVII elevaron a través de la propaganda la intolerancia religiosa del país a la categoría de excepcional. Aquella imagen, como la mayoría de tópicos sobre esa España imperial, terminó calando en la historiografía oficial.
Los prejuicios sobre la Inquisición están hoy tan enraizados en el imaginario colectivo que resulta imposible contextualizar lo que supuso este tribunal en su periodo, labor de cualquier historiador o divulgador que se preste, o explicar cómo gestionaron otros países la necesidad que todos los Estados tenían de uniformidad religiosa a sangre y fuego. No al menos sin que a uno le pongan el sambenito, nunca mejor dicho, de defensor de lo indefendible.
Porque si alguien dice que la Inquisición recurría a la tortura solo en un 1 o 2 por ciento de los casos, según las investigaciones del británico Henry Kamen, o que por cada «cien penas de muerte dictadas por tribunales ordinarios, la Inquisición emitía una», corre el riesgo de que le digan que está justificando o blanqueando las acciones de un tribunal que no tiene defensa desde postulados actuales.
Le puede ocurrir lo mismo a la persona que sostenga que, lejos de la idea extendida, el tribunal del Santo Oficio nunca aceptó denuncias anónimas y que las confesiones obtenidas durante el tormento no eran válidas por sí mismas y debían ser ratificadas por el reo, fuera de él, en las veinticuatro horas siguientes.
O que la historia está llena de casos documentados de reos que blasfemaron con el propósito de ser trasladados de las cárceles del tribunal del rey a las del Santo Oficio, pues sabían que en manos de la Inquisición obtendrían más garantías procesales, obviamente insuficientes comparadas con las actuales, y que la tortura sería más benévola con ellos.
En resumen, que si se ofrecen datos y argumentos respaldados por historiadores de múltiples países, en vez de fantasías y fábulas, lo más probable es que lo tachen a uno de ultracatólico, en el mejor de los casos. Sin embargo, el presentismo que guía estos prejuicios es el máximo enemigo del historiador, del mismo modo que la exposición de hechos y la contextualización son sus principales aliados.
España no fue la primera en tener un tribunal de la Inquisición (existían en Francia desde el siglo XII para combatir a los cátaros), ni el país que persiguió con consecuencias más letales a las minorías religiosas (la cifra de entre 3.000-5.000 ejecutados por la Inquisición en cuatro siglos palidece si se compara con los hugonotes asesinados en Francia solo en la llamada Matanza de San Bartolomé), y ni siquiera fue el que actuó con efectos más represores sobre su literatura y su ciencia.
Lo que empezó como un producto de la propaganda protestante acabó popularizado incluso en países católicos como una fuente inagotable de villanos para la literatura y el cine
La Inquisición española aspiró a controlar con mano de hierro lo que se publicaba y lo que la gente expresaba, del mismo modo que lo anhelaban los tribunales de censura del rey en España y en otros países. El deseo de controlar las mentes y las almas ni empezó ni terminó con los tribunales eclesiásticos.
La intolerancia española no tuvo nada diferente a la de otros países de su entorno y, sin embargo, la forma en la que se ha juzgado a esta nación dicta mucho del resto. Lo que empezó como un producto de la propaganda protestante, que criticaba la persecución de luteranos pero le importaba un bledo los falsos conversos judíos y musulmanes, acabó popularizado incluso en países católicos como una fuente inagotable de villanos para la literatura y el cine. Todos acabaron convencidos, más allá de su fe, de que la Inquisición española era distinta a sus propios tribunales represores.
Así, ocurre que el conde de Maistre relató indignado que durante un viaje a Francia, a principios del siglo XIX, fue testigo de cómo un grupo de ilustrados hablaba sobre las terribles torturas de la Inquisición española, a pesar de que hacía décadas que no se usaba ningún tormento. Los jueces de este tribunal no la consideraban válida por esas fechas y se abolió completamente por la falta de uso. El tribunal era en general ya algo residual, a pesar de su gozosa fama internacional.
La intelectualidad europea cargó con dureza contra este tribunal cuando, en 1778, Pablo Olavide fue condenado a pena de destierro y confiscación de bienes por leer libros prohibidos, negar la causa sobrenatural de los milagros y dudar sobre la existencia del infierno.
De París a Londres, todos lamentaron que el Santo Oficio hubiera recuperado su antiguo poder, lo que resulta una tremenda muestra de cinismo dado que, pocos años antes, en Francia un noble fue torturado, decapitado y quemado en la hoguera por no haberse quitado el sombrero al paso de una procesión y haber dicho frases blasfemas.
Los españoles terminaron interiorizando esa leyenda negra. Tragándose las mentiras que sus enemigos tejieron contra España, sin ser conscientes de que colocar la fama de intolerante a un país de una Europa donde todo el mundo era salvajemente intolerante es como si alguien que suspende se alegra por sacar un punto más que su peor rival.
La historia de España está llena, como la de todos los países, de grandes derrotas y hechos vergonzosos, pero aquí han sido nuestros enemigos históricos los que eligieron por nosotros de qué debemos lamentarnos y de qué no.
Si se estudiara la historia de España desde una visión más limpia de tópicos, podríamos dejar de agradecer, como hacen algunos, que vinieran las tropas de Napoleón, bayoneta en mano, a abolir la malvada Inquisición, cuando esa intervención francesa fue un episodio genuinamente negro de nuestra historia, origen del retraso científico, industrial y cultural que portó España en buena parte del siglo XIX y la causa de la muerte de un cuarto de millón de españoles.
Asimismo, deberíamos dejar de sentir tanta vergüenza por el supuesto genocidio en América, y sí más porque los descendientes de los conquistadores españoles, los criollos, orillaran y maltrataran a muchas comunidades indígenas en cuanto la Corona española salió de la ecuación.
Las vergüenzas, en todo caso, se deben lavar y llorar primero en casa. Porque a los españoles actuales nos da igual que la Inquisición matara mucho menos que otros países o que fuera más o menos represora, basta saber que condenó a muerte a una sola persona por algo que resulta tan incomprensible desde nuestro punto de vista como el que creyera en un dios diferente para que repudiemos que existiera algo parecido. Tampoco nos consuela saber que solo 300 mujeres fueron condenadas a muerte en España por brujería, de un total de 50.000 en toda Europa.
Pero, desde luego, sí merecemos saber que nuestra historia no es más intolerante, atrasada o fanática que la de otros. Y comprender que no tiene justificación alguna que otros países nos miren con superioridad y nos obliguen a agachar la cabeza por ser herederos de un tribunal que solo encuentra equiparación en su maldad con la Gestapo, la KGB o los sótanos de Mordor. No se trata de defender un tribunal de hace cinco siglos, sino de informar y dar contexto.
El culebrón «Bolivar, una lucha admirable» dice contar con el aval de historiadores y, sin embargo, cae en los tópicos ya desmontados de siempre.