Hay jinetes de luz en la hora oscura
César Cervera | 11 de julio de 2020
Tras entrar en España como un elefante en una cacharrería, la familia de los Borbones ha podido sobrellevar los problemas mentales de los primeros en asumir el trono y ha sido capaz de reinar durante tres siglos.
«Señores, con Fernando VII murió la monarquía tradicional; con la fuga de Isabel II, la monarquía parlamentaria; con la renuncia de Amadeo de Saboya, la monarquía democrática. Nadie ha acabado con ella; ha muerto por sí misma», anunció Emilio Castelar sin advertir que, como en la canción de Peret, la monarquía no estaba muerta, que no, que estaba de parranda.
De los siete monarcas anteriores al actual rey Felipe VI, únicamente uno, Alfonso XII, no abdicó durante su reinado, y todos ellos vivieron algún periodo en el exilio. No es ningún secreto que la monarquía española lleva doscientos años, desde Carlos III, luchando por su propia existencia y moviéndose en el alambre. Incluso ha sobrevivido a seísmos políticos de la magnitud de la Revolución francesa y la Primera Guerra Mundial, que derrumbaron a dinastías supuestamente más estables que los Borbones.
Tal vez es hora, por parte de sus simpatizantes y de sus detractores, de reconocer que su resistencia no puede ser fruto de la casualidad y sí de una adaptación mayor que otras casas a los cambios. La familia que inició Felipe V siempre ha encontrado la manera de volver, de recordar su papel como árbitro en un país donde las pasiones parecen lacrar cualquier intento por crear consensos.
Los Borbones y sus locuras
César Cervera
La Esfera de los Libros
440 Págs.
19,85€
En mi libro Los Borbones y sus locuras (La Esfera de los Libros) he intentado poner sobre la mesa las virtudes y defectos de una familia que, tras entrar en el país como un elefante en una cacharrería, pudo sobrellevar los problemas mentales de los primeros en asumir el trono y ha sido capaz de reinar, a pesar de todo, durante tres siglos en España.
Una de las primeras cosas que hizo en Madrid este adolescente extremadamente tímido, que no hablaba ni papa de español y al que no le agradaban las costumbres del país, fue expulsar a enanos, bufones y locos de palacio. Debió pensar que para loco, él. Sus problemas de adaptación al país se unieron a los primeros síntomas de una enfermedad mental, probablemente síndrome bipolar, que lo torturaron toda su vida. La Guerra de Sucesión le vino como anillo al dedo a un hombre al que solo la sangre palpitante, las batallas, la caza y los toros lograban sacarlo de su reclusión mental.
El primer Borbón alternaba momentos de gran euforia con otros de depresión, hasta que con el transcurso de los años el parpadeo de locura se transformó en una luz fija. Felipe V llegó a pensar que era una rana, que estaba muerto, que solo era un fantasma... Descuidó su higiene e invirtió las horas del día hasta desquiciar a sus secretarios, a los que recibía de madrugada. Gracias a sus dos esposas, Luisa Gabriela e Isabel de Farnesio, el rey fue capaz de reinar cuarenta años a pesar del estado de verbena en el que estaba su cabeza. Fue así como reformó muchas instituciones del país y colocó a su Armada y sus Ejércitos en la senda de la modernidad.
A Luis I el trono de su padre le cayó de casualidad en las manos. En 1724, Felipe V tomó por sorpresa la decisión de abdicar y retirarse de la vida pública debido a sus problemas mentales. Si Luis estaba o no preparado para tamaño desafío es algo que nunca sabremos, pues en los pocos meses que duró su reinado sus padres llevaron la batuta de los asuntos de Estado desde su retiro de La Granja y el pobre monarca estuvo más ocupado en vigilar los excesos de su joven esposa, Luisa Isabel de Orleans, que en gobernar.
La hija del regente de Francia, educada de forma descuidada, tomó el testigo en cuanto a locuras en palacio. Se pasaba el día bebiendo, comiendo con gula y provocando pequeños infartos en los responsables de protocolo, a los que no terminaba de agradarles la costumbre de la reina de despedir a algunos embajadores con eructos. La escandalosa actitud de la monarca, que llegó a desnudarse en público, hartó a su esposo, que la encerró en el Alcázar hasta que decidiera corregirse. No estuvo mucho allí enclaustrada, pero tampoco Luis tuvo tiempo de descubrir si la reclusión había dado algún fruto. Solo 229 días después de recibir el cetro real, falleció Luis I a causa de la viruela. Felipe V regresó al trono en contra de su voluntad. Los reyes padres no tardaron en enviar de vuelta a su país a la desdichada Luisa Isabel de Orleans, que no se separó del lecho de su marido y hasta se infectó de viruela por ello.
Si hay una palabra que define la vida y el reinado de Fernando VI es la soledad. Este último superviviente del primer matrimonio de Felipe V debió enfrentarse durante su infancia a los recelos de su madrastra, Isabel de Farnesio, a los insultos por detrás de sus hermanastros y a quienes se burlaban de él por su incapacidad de leer «papeles largos». De ahí que su matrimonio con Bárbara de Braganza fuera un balón de oxígeno en su vida, el camino hacia un alma gemela que lo acompañó en el mal trago de reinar y que lo consoló cuando la descendencia no llegó al matrimonio. Puede que el heredero de Felipe V no fuera la persona más lista del mundo, ni la más preocupada por los asuntos de Estado, pero sí fue lo bastante inteligente como para delegar en ministros tan talentosos como Carvajal o Ensenada.
De su mano brotó la Ilustración en España, las arcas se llenaron, la Armada se reformó y la neutralidad en el panorama internacional dio un respiro al país, todavía temblando por las innumerables guerras de Felipe V. La muerte de Braganza, con solo 46 años, echó al traste todos estos éxitos y literalmente enloqueció a Fernando VI, que siempre había mostrado síntomas de la enfermedad de su padre, pero nunca los materializó en tal grado como en su último año de vida, el año sin rey. El monarca se encerró a vivir su duelo en el espeso castillo de Villaviciosa de Odón, sin amigos, sin familiares que verdaderamente se preocuparan por él. Murió desnutrido, al cabo de un año, de enfermedad mental y de nervios desbocados, lo que incluyó morder a sus criados y tirar heces a su confesor. Solo el opio era capaz de calmarlo en esa situación. Lo más triste es que ninguno de los presentes hizo más que drogarlo para ayudarlo en su agonía.
La visión más tópica de Carlos III es con un trabuco de caza en la mano y un ropaje campestre pegado a la piel a perpetuidad. El rey cazador reducía el cien por cien de sus diversiones a la caza, lo cual más que una adicción era fruto de una disciplina espartana. No leía, no pintaba, no tocaba música… Carlos creía que únicamente la caza y hacer ejercicio le librarían de las enfermedades mentales que sufrieron su padre y su hermano. Desde luego, debió ser una gran satisfacción personal morir completamente cuerdo. El rey fue un hombre soporífero en su tiempo de descanso, pero un reformista excepcional y un político curtido tras más de veinte años de experiencia en Italia. Ningún otro rey en la historia de España llegó al trono con tal bagaje. Supo rodearse de ministros con una visión avanzada, como el conde de Aranda o Floridablanca, al mismo tiempo que escogió muy bien sus batallas para no acabar, como otros reyes demasiado reformistas, entretenido en pleitos infinitos. El suyo fue el último reinado tranquilo antes del abismo que supuso el siguiente siglo para su dinastía.
Si a Carlos IV no le hubiera estallado en la cara, a pocos meses de iniciar su reinado, un hecho tan inclasificable como la Revolución francesa, tal vez hoy solo sería un monarca más, tirando a mediocre pero aceptable en parte por su mecenazgo cultural y su apuesta por la ciencia. No obstante, Napoleón y Godoy, dos hombres nuevos, se antepusieron entre el rey y una vejez plácida. El primero porque se propuso arrasar medio continente, incluida España, y el segundo porque protagonizó una de las relaciones entre dos reyes y un súbdito más extrañas de la historia. Y no es que, como se suele decir, corrieran pasiones sexuales, sino porque María Luisa y Carlos IV adoptaron progresivamente a un hidalgo como Godoy a modo de amigo y hasta familiar. La desconcertante complicidad entre los tres fue la tumba de todos ellos cuando el panorama económico y militar fue enturbiándose.
Carlos, en cualquier caso, no fue el bonachón cornudo que algunos han querido suponer para cargar las culpas contra Godoy y la reina, sino un rey despreocupado de los asuntos de Estado y tan ensimismado en sus cuestiones, que pasaban por divertirse tocando el violonchelo, cazando y haciendo manualidades, que no reparó en que había puesto una alfombra de terciopelo al ejército invasor de Napoleón.
Cuando el trío, Godoy, la reina y el rey, se trasladaron a Roma, Carlos demostró ser el menos leal de los tres. Sus cartas a Fernando VII pidiéndole que lo dejara regresar a él solo y su negativa a viajar a Roma cuando su esposa enfermó de muerte mostraron su verdadera naturaleza. Carlos prefirió permanecer en Nápoles, donde había viajado para cazar con su hermano el rey de Dos Sicilias, que asistir a su esposa en sus últimos días. Crueldades del destino, cuando semanas después él mismo enfermó y falleció, fue su hermano quien descartó interrumpir la caza para ir a visitar al destronado rey de España.
Todos los historiadores que han intentado acercarse con voluntad de ser justos a la figura del rey felón se han encontrado, incluso retirando las capas de propaganda liberal y carlista, a un ser humano bastante poco deseable. Fernando VII no dudó en traicionar a sus padres, sus amigos, sus aliados y hasta a sus hermanos con tal de salir beneficiado en la partida. La represión que encabezó contra afrancesados (a muchos de estos sí los perdonó con los años) y liberales (a estos sí que jamás…) ocupa uno de los pasajes más oscuros de la historia española. Si conservó, a pesar de lo desastroso que fue su reinado, cierto aprecio del pueblo y hasta la confianza de los liberales más moderados, que culpaban a la camarilla de llevarlo por mal camino, es porque el mito del príncipe torturado por Godoy y secuestrado por Napoleón resultó forjado en hierro. La fábula del deseado indeseable fue uno de los grandes impulsos para los españoles durante la Guerra de Independencia.
El mito, por supuesto, tenía pocos visos de realidad. Hoy se sabe que lo más cruel que hicieron los franceses a Fernando y a sus familiares durante su estancia en Valençay fue enseñar a bailar a una criatura tan poco salerosa. Fernando vivió plácidamente en Francia y dedicó su tiempo a felicitar a Napoleón por sus victorias sobre los españoles, delatar a los agentes que trataron de sacarlo de allí y a chantajear a las juntas provinciales que estaban luchando contra los franceses para que le enviaran dinero con el fin de comprar distintos elementos decorativos.
Eterna niña grande, Isabel II no recibió la suficiente formación política (de hecho, su educación general fue interrumpida muy pronto) ni el afecto necesario para que su reinado hubiera podido adaptarse a las turbulencias liberales que azotaban a todo el continente. Chantajeada por progresistas, moderados, carlistas y hasta por su madre y su marido, la Isabelona se vio obligada a aprender sobre la marcha las lecciones más básicas sobre cómo reinar. A pesar de las revoluciones, fue capaz, contra todo pronóstico, de aguantar en el trono más de treinta años, en los que el país y su economía cambiaron de arriba abajo. El reinado, sobre todo con Leopoldo O’Donnell, tuvo algunos momentos de gloria que la Casa Real se empeñó en complicar por sus enredos privados.
Una parte importante de los problemas de Isabel orbitó en torno a la elección que hizo su madre del que fue su marido, Francisco de Asís, un hombre de una mediocridad acreditada, con tendencias carlistas y demasiados encajes. Cuando finalmente, en 1868, la enésima revolución estalló las posibilidades de seguir reinando, Isabel lloró lágrimas de cocodrilo, como solía hacer, pero la mayoría de su séquito, incluido el rey consorte, lanzó un profundo suspiro de alivio. La prisión había terminado.
A diferencia de su madre, Alfonso tuvo el recato de no irse a la cama con sus ministros ni con figuras políticas. Eso le dio ya de por sí cierta ventana respecto a Isabel II, cuyas aventuras extramatrimoniales fueron juzgadas con una dureza que no estuvo presente en los juicios de su sucesor. Isabel advirtió a su vástago, llamado Alfonso por los grandes reyes castellanos: «Hijo mío, no hagas locuras». No le hizo mucho caso en lo privado, pero a nivel político el rey obedeció a su desdichada madre y apostó por una alternancia política que, al fin, dio a la monarquía un papel de árbitro imparcial durante los prósperos años de la Restauración. Su prematura muerte, a causa de una tuberculosis que llevaba años cargando a hombros, privó a España de un monarca que nunca dudaba en mancharse las manos y en visitar a enfermos y necesitados. A pesar de haber sido apadrinado en su nacimiento por el papa Pío IX, el rey anotó que no era creyente en un documento personal con apenas veinte años. Un hecho excepcional en la Familia Real.
Que el último rey Borbón antes de la Guerra Civil fuera educado al estilo más Habsburgo resulta casi una venganza poética. Alfonso XIII, criado en una burbuja de cristal por su madre, María Cristina de Habsburgo, vivió toda su existencia sin comprender los profundos cambios que tuvieron lugar en Europa. Si al principio de su reinado apenas había repúblicas, tras la Primera Guerra Mundial fueron las monarquías lo que empezó a ser algo extraño en un continente donde las poderosas monarquías austriaca, alemana y rusa habían perecido después de un mal paso. Frente a tal confusión, el monarca se refugió en un sinfín de diversiones que pasaban por conducir a gran velocidad, los deportes, el cine, la caza, la noche madrileña y, sobre todo, escándalos sexuales, de los que una gran cantidad de hijos fuera del matrimonio puede dar fe.
No ayudó ni mucho menos a que fuera más discreto el trágico ambiente familiar que dispuso la hemofilia, enfermedad que Victoria Eugenia de Battenberg importó para la dinastía. Dos hijos de Alfonso sufrieron esta enfermedad y otro quedó sordomudo a corta edad. Finalmente, el rey soldado, empeñado en interferir en las cuestiones militares, perdió el trono tras unas simples elecciones municipales donde el caciquismo seguía vigente. Poco consuelo fue para él que, una vez terminado el recuento, se descubriera que los representantes monárquicos eran más que los republicanos.
Estamos a años luz, desde un punto de vista histórico, para saber cómo recordaremos al rey que llevó a buen puerto la Transición y ha facilitado el periodo de mayor estabilidad política y económica en la historia del país, lo cual no es moco de pavo en una nación que en el último siglo y medio ha protagonizado cuatro guerras civiles y otras tantas revoluciones sangrientas. Si los escándalos privados o los líos judiciales enturbiarán la figura de un hombre que hizo de la campechanía una forma de estar en público y de reinar es algo que falta todavía por determinar y que el presentismo nos impide ver. Nos falta perspectiva histórica para sentenciar si se trata de Juan Carlos de Botsuana o del rey demócrata de lo que estamos hablando.
El Plan de Estabilización de 1959 permitió a España dejar atrás los terribles estragos económicos de la posguerra.
En diciembre de 1964, el comandante Guillermo Velarde entregó a Agustín Muñoz Grandes, vicepresidente del Gobierno, el proyecto para la construcción de bombas atómicas de plutonio.