Hay jinetes de luz en la hora oscura
César Cervera | 03 de abril de 2021
El Rey Planeta hizo todo a lo grande. Lo bueno y lo malo. Entró en el escenario europeo con atronadoras victorias y salió de allí con grandes pérdidas territoriales y la mayor crisis de la Monarquía católica.
Una de las mayores obsesiones de Felipe IV fue siempre la educación de su bizarro heredero, Baltasar Carlos, cuya muerte en 1646 descabalgó la sucesión y terminó por entregar la corona al pobre Carlos II. El Rey Planeta tenía entre sus prioridades la formación de los príncipes, justo porque su padre se había esforzado muy poco con la suya. En general, Felipe III, de cuya muerte se conmemoran los 400 años en 2021, se esforzó poco a lo largo de su reinado y, aun así, le salió un heredero de una profundidad cultural única en la dinastía.
Son cuatro siglos sin el tercero de los Felipes y también cuatro siglos desde que Felipe IV accedió al trono. Si la clasificación entre Austrias mayores (Carlos V y Felipe II) y menores (Felipe III, Felipe IV y Carlos II) tiene hoy en día poca solvencia histórica y, más bien, responde a las necesidades propagandísticas de los Borbones de presentarse como salvadores de un país en caída libre, para el caso particular del Rey Planeta valerse de esta etiqueta suena a disparate. El rey que puso cima al Siglo de Oro puede ser muchas cosas, pero jamás alguien menor o mediocre.
Felipe IV lo hizo todo a lo grande. Lo bueno y lo malo. Entró en el escenario europeo con atronadoras victorias, como la de Breda o la Recuperación de Salvador de Bahía. Y salió de allí con grandes pérdidas territoriales y la mayor crisis de la Monarquía católica. El monarca pobló España de hijos bastardos y legítimos, hasta 46 dicen las malas lenguas. Y terminó el reinado con la sucesión temblando ante la falta de un heredero sano a la vista. Persiguió la corrupción durante un cambio de reinado, un «ardor de mudanças», en palabras de Gonzalo de Céspedes y Meneses, que en cuestión de pocos días dio un vuelco completo al gobierno. Y, sin embargo, aquellas y otras promesas de reforma se desinflaron con la misma velocidad ante necesidades más acuciantes.
La imagen perpetuada por la novela de Gonzalo Torrente Ballester de un rey pasmado obedece al desdén de los ilustrados y a la desaforada afición del monarca por las mujeres y por buscar enfermedades venéreas en las calles de Madrid, pero no sirve para definir un reinado de 44 años repleto de luces. Ciertamente era un hombre hierático, solemne y dado a cierta melancolía, lo que se comprende por los descalabros a nivel familiar y político que acumuló sobre sus hombros. Vivió la muerte de diez de los trece hijos legítimos que tuvo. Perdió a su primera esposa y a su heredero durante el transcurso de dos años fatídicos en los que su reinado estaba resquebrajándose.
Tampoco se sostiene hoy en día, tras leer la biografía de Felipe IV: El Grande, de Alfredo Alvar Ezquerra, esa idea de que al igual que su padre se pasó la vida holgazaneando, sin prestar atención al gobierno, que habría de conducir el Conde Duque de Olivares y luego Luis de Haro. Basta recordar que el rey gobernó de forma directa durante 22 años sobre el mayor imperio conocido y que se enfrentó a cambios y retos que ni su padre ni su abuelo habían tenido que lidiar en el tablero europeo. La Guerra de los 30 años afectó de forma directa o indirecta prácticamente a todas las cortes de Europa e hizo que en todo el continente solo hubiera siete años sin guerras durante la primera mitad del siglo XVII. Frente a terremotos históricos de tal calibre resulta imposible salir airoso, ni siquiera aunque hubiera estado Carlos V o Carlo Magno al timón. Entre otras cosas, porque todos los imperios suben y caen tarde o temprano.
Fue un reinado largo, el tercero más largo de nuestra historia, lleno de éxitos y también de tropiezos. El Conde Duque, que tantas veces tocó con la yema de los dedos la victoria sobre sus enemigos, aprendió a base de golpes lo importante que es hacer la guerra con objetivos limitados, claros, y aquella lección tan cruda de que el éxito nunca es definitivo. El valido y el rey cometieron errores, ni más graves ni menos que los de sus antecesores, con la diferencia de que los suyos tuvieron consecuencias más elevadas en un momento en el que España, económica y humanamente, se encontraba exhausta tras un siglo de guerras.
Cuanto más se sabe de su reinado y de su personalidad, más indulgente se vuelve el juicio contra el Rey Planeta, que en su testamento se lamentaría del gran número de guerras que se le «ofrecieron» en su horizonte sin él haberlas deseado o instigado:
«Después que sucedí en estos reinos, se me han ofrecido grandes y continuas guerras, sin culpa mía, porque todas han sido para defensa de mis reinos y dominios, que me pertenecen y heredé de mis gloriosos padres, abuelos y bisabuelos».
La aportación cultural de este pretendido rey pacífico a España, empezando por la base del Museo del Prado, ayuda a verlo hoy con ojos más benignos. Amante sincero de la historia, la teología, el derecho, la música y los idiomas, el cuarto de los Felipes fue, con permiso (y sin él) de Carlos III, el monarca más culto y que más fomentó las artes y la literatura durante su reinado. Tradujo personalmente obras italianas, redactó estudios de educación de príncipes, compuso obrillas de teatro, leyó con desesperación y amó con pasión la pintura. Con los años, se convirtió en uno de los mayores coleccionistas de pintura de su época, con importantes colecciones de Tiziano, Rubens, José de Ribera y de Velázquez, entre otros.
La Guerra de Sucesión española fue la excusa para que ingleses y neerlandeses tratasen de tomar la ciudad andaluza, saqueando por el camino Rota y El Puerto de Santa María.
En el año 1906, la sobrina de Eduardo VII de Inglaterra contrajo matrimonio con Alfonso XIII para convertirse en reina de España. Veinticinco años más tarde, habría de partir al exilio para regresar a su país de adopción en 1968, con motivo del bautizo del actual rey Felipe VI.