Hay jinetes de luz en la hora oscura
Armando Zerolo | 05 de enero de 2021
El italiano Massimo Recalcati se pregunta qué es ser hijo y busca la respuesta en el libro en El secreto del hijo siguiendo la tragedia de Edipo rey y la parábola del hijo pródigo.
El día de Reyes en casa es el único día del año en el que formalmente los niños mandan. Les damos permiso para despertarnos cuando quieran, y el orden de entrada en el salón para abrir los regalos es de menor a mayor. En la mesa ellos llevan la corona. Es su día, ellos son el misterio ante el que los sabios y poderosos del mundo nos arrodillamos. Así se hacía en casa de mis abuelos y así se hacía en la de mis padres. Yo era el pequeño y lo recuerdo bien. Éramos muchos primos, y colocarse delante de niños, tíos, padres y abuelos, y liderar la comitiva, era toda una responsabilidad.
Pasados los años me pregunto qué sentido tiene esta subversión del orden. Si precisamente nuestra sociedad padece esta infantilización del mundo adulto, si los padres y madres sufren a menudo la tiranía de sus hijos, y las leyes y gobernantes no tienen autoridad, ¿por qué entonces no colocar a los niños en su sitio, detrás del adulto, para que así puedan crecer con una referencia?
Massimo Recalcati, psicoanalista italiano, en su libro El secreto del hijo, de reciente publicación en español por la editorial Anagrama, señala el problema del adulto ausente: «La proximidad que caracteriza los nuevos vínculos entre padres e hijos puede acabar favoreciendo una proximidad de iguales o, lo que es peor, una suerte de identificación confusional resultante de una horizontalización de los vínculos que extravía así todo sentido de verticalidad».
A través de los hechos narrados en Edipo rey, de Sófocles, y de la parábola del hijo pródigo, del Evangelio según san Lucas, Recalcati se pregunta entonces qué es ser hijo. Significa, en primer lugar, que nadie es padre de sí mismo, que la vida llega al mundo en forma de hijo y que todos somos generados por otro. En segundo lugar, significa que todo hijo «se realiza como heredero», que debe aceptar o rechazar la herencia recibida para hacerla suya y convertirla en vida propia. La condición del hijo es la de heredero y hereje, porque al mismo tiempo que recibe un pasado, ha de conferirle un significado propio. Si escapa a su pasado, como Edipo, porque lo ignora, acaba siendo aplastado por el destino. «Tratar de escapar al propio destino, afirma Recalcati, fortalece nuestro vínculo con él».
El perdón del padre eleva el amor por el hijo a un acto que confiere un nuevo significado al mundo entero. Porque el perdón permite que la vida cobre nueva vida, se vuelva digna de ser vivida, digna de la posibilidad de volver a arrancarMassimo Recalcati, El secreto del hijo
Pero tampoco puede escapar de cualquier manera, como el hijo pródigo, que rompió las leyes de la ciudad exigiendo la herencia antes de la muerte del padre. Emprende un viaje que se convierte en historia personal. Fracasa, dilapida la fortuna y, muerto de hambre, vuelve necesitado. Las leyes del destino, que en la tragedia griega son inexorables, en el Evangelio se quiebran y revolucionan. El padre perdona al hijo. «La aplicación mecánica de la Ley -castigo- temida por el hijo queda infinitamente suspendida gracias al amor del todo inesperado del padre». La fiesta que sucede a la acogida viene precedida del perdón. El arrepentimiento nació del abrazo del padre quien, antes de preguntar, sin escuchar, sin poder oír a su hijo, salió a su encuentro. El movimiento original fue la alegría de recibir al hijo, el perdón sin condiciones. No fue ni olvido ni condición, porque solo olvida el que perdona. Primero perdonamos, y luego olvidamos.
La ley griega es una tragedia. No hay olvido porque no hay perdón, y el castigo sucede a la culpa con la fuerza de un destino inexorable. «En el mundo griego, recuerda Recalcati, no hay lugar para el regalo del perdón». Sin embargo, el padre del hijo pródigo «suspende toda forma abstracta y universal de la Ley para dejar espacio a otra Ley, la excéntrica y singularísima Ley del amor y del perdón».
El perdón tiene la fuerza subversiva de revolucionar la ley del destino. Perdonar no es arreglar la historia del otro para que vuelva a ser como antes. Las heridas dejan cicatrices, físicas y anímicas, y la vida humanamente vivida deja huellas en la biografía de cada uno. Nadie las puede borrar, pero sí puede embellecerlas. El amor no encuentra cobijo en el que solo se reconoce a sí mismo, y la herida es la puerta por donde entra la misericordia (en hebreo significa «empezar de nuevo»). El hijo pudo volver porque se fue, ser encontrado porque se perdió, y ser perdonado porque pecó. «El perdón del padre eleva el amor por el hijo a un acto que confiere un nuevo significado al mundo entero. Porque el perdón permite que la vida cobre nueva vida, se vuelva digna de ser vivida, digna de la posibilidad de volver a arrancar».
«O felix culpa»: Oh, feliz culpa que mereció tal redentor. Decía san Agustín que Dios permitía ciertos males para sacar de ellos un bien mayor. Y el nacimiento del niño es el nexo perdido entre la culpa y la redención. Es la novedad que hace posible que la vida empiece siempre de nuevo. Quizás por eso diga Recalcati que «el perdón transforma las cicatrices en poesía».
El teólogo Von Balthasar escribió en Si no os hacéis como este niño, que «el niño tiene un derecho a algo que supera la esfera del derecho y sólo puede ser satisfecho como donación y atención amante libres». El niño, en su sencillez, identifica naturalmente el regalo con el donante, y en cada paquete que desenvuelve encuentra directamente el amor que hace posible que la vida comience de nuevo. El mayor regalo, el máximo don, es el per-dón. Es la única ley que nos mantiene a la altura de lo que somos, como niños dispuestos a suplicar y agradecer.
Cuando situamos a nuestros hijos los primeros de la fila, e invertimos el orden diario, en realidad los ponemos ante el misterio de «ese Otro niño» ante el que también nos colocamos nosotros y así, una vez al año, recuperamos el orden del mundo.
El mundo tendría peor ventilación sin alguien lanzando los ojos al techo de la oficina o dibujando monigotes en los márgenes de un libro de texto.
Selección navideña de cine y literatura más o menos de género (western, negro, bélico y cómic); sin forzar la originalidad, pero sin caer en lo tópico.