Hay jinetes de luz en la hora oscura
Alexandre Devecchio | 29 de junio de 2020
El exconsejero de Nicolas Sarkozy se muestra escéptico con el confinamiento y afirma que «destruir la economía no significa poner a la gente primero, significa sacrificarla».
Esta entrevista con Henri Guaino fue publicada en Le Figaro el 22 de mayo de 2020.
Pregunta: Usted fue uno de los primeros en decir que esta pandemia era grave. Hoy, cree que lo más peligroso no es la epidemia, sino el miedo que la acompaña. ¿Ha cambiado de opinión?
Respuesta: Cuando se planteó este tema, me indignó que se pudiera decir que esta infección no era grave porque solo las personas frágiles, los ancianos, los que tienen enfermedades crónicas graves corrían riesgo de muerte. Esta actitud persistió al principio de la pandemia, cuando no se tomaron medidas para proteger a quienes estaban en residencias de ancianos y no se contaban sus muertes. No he cambiado de opinión. Pero, en las últimas semanas, muchos de aquellos para los que todo esto no era tan grave se han estado paseando por todos los platós anunciando el apocalipsis. Es bastante insoportable.
Pregunta: ¿Cree que ahora estamos exagerando la gravedad de la epidemia?
Respuesta: Se ha suscitado y alimentado tal miedo que los ancianos tienen más miedo de este coronavirus que de la enfermedad de Alzheimer, de la cual se detectan más de 220.000 nuevos casos en Francia cada año. Uno tiene la impresión, en la atmósfera mórbida en que vivimos, de que solo se muere de COVID-19, cuando el cáncer y las enfermedades cardiovasculares matan conjuntamente a 300.000 personas en Francia cada año. Imaginen que nos dieran el recuento todas las noches en todos los medios de comunicación, martilleando todo lo que tenemos que hacer para reducir estas cifras. En sí misma, esta epidemia, por muy grave que sea, no es el peor desastre sanitario de nuestra historia. No es nada comparable a la peste negra, que en el siglo XIV se estima que mató entre un tercio y la mitad de la población de Europa, o a la gripe española de 1918, que se estima que mató al menos a 30 millones de personas en el mundo.
P.: ¿Hay una política del miedo?
R.: Sí. Y no tiene precedentes. En la historia, ninguna catástrofe sanitaria ha llevado al confinamiento de casi la mitad de la población mundial. Y puede acabar matando a más gente que la propia pandemia. En cualquier caso, puede destruir nuestras sociedades, nuestras vidas, nuestras libertades.
P.: ¿Cómo se ha llegado a esto?
R.: Es tan viejo como la humanidad: uno de los medios más eficaces para hacer que la gente obedezca es el miedo. Cuanto más miedo tiene la gente, más dispuesta está a aceptar lo que sea con tal de estar protegidos. Los protectores pueden tener las mejores intenciones del mundo o las peores. Pero, en cualquier caso, no hay que descuidar una dimensión psicológica, no siempre consciente, que es el disfrute que puede proporcionar el sentimiento de un poder casi ilimitado sobre los demás y que inexorablemente expande sus límites. Las personas han tenido el suficiente miedo a la enfermedad como para aceptar el confinamiento total. Pero para que esta situación sin precedentes continuara, era necesario que tuvieran cada vez más miedo, a medida que el confinamiento se hacía más difícil de soportar.
P.: ¿Pero no ha sido este miedo algo saludable frente a la pandemia?
R.: El problema del miedo es que, cuando crece demasiado, se vuelve incontrolable. El individuo presa del pánico ya no puede controlarse y la multitud menos. Es entonces cuando el riesgo se convierte en máximo, cuando el engranaje de seguridad que debe responder a este pánico se convierte también en una máquina desquiciada que abre el camino a la dictadura, en este caso el de una dictadura higienista, que es tan peligrosa como todas las demás formas de dictadura. Estamos viendo, en el miedo al desconfinamiento, cómo el estado de miedo sin control se extiende sobre la sociedad y los poderes públicos: para que sean «disciplinados», la gente debe seguir teniendo miedo, pero si tienen miedo no envían a sus hijos a la escuela, y la catástrofe educativa, porque es una catástrofe, se agrava.
P.: Para muchos, el confinamiento ha sido un éxito...
R.: Tal vez, pero nadie puede decir hoy hasta qué punto el confinamiento total ha sido beneficioso. Es demasiado pronto para decirlo. Es alucinante leer en un informe oficial la afirmación de que ahora sabemos más sobre los efectos secundarios del confinamiento total. Aunque solo sea porque en esta etapa es imposible aislar el efecto del confinamiento de las otras medidas sanitarias adoptadas en diferentes países. En cualquier caso, lo que está claro es que no existe hoy en día una correlación positiva entre la dinámica de la pandemia y el grado o ausencia de confinamiento de un país a otro, y menos aún entre el confinamiento que confía en la responsabilidad de la población y que se practica en la mayoría de los países y el confinamiento represivo, como el de Francia o Italia, con su sistema ubuesco y degradante basado en certificados de salida. Por supuesto, siempre se puede argumentar que Suecia lo hace mejor que nosotros sin confinamiento porque el sueco es mejor ciudadano que el francés. ¿Pero se puede gobernar con ese desprecio?
P.: Según usted, ¿no nos debíamos haber confinado?
R.: No es el momento de reescribir la historia. Solo digo que solo veremos en los próximos años sus efectos sobre la mortalidad y el estado de salud de la población, por ejemplo, sobre los niños de familias muy modestas cuya única comida diaria equilibrada es la que reciben en el comedor escolar; sobre la evolución de las patologías de todos aquellos que padecen enfermedades crónicas graves y cuyas operaciones quirúrgicas se han pospuesto, cuyos tratamientos se han interrumpido porque los pacientes tenían miedo de contaminarse en el hospital o cuyo estado de salud ha sufrido por la inmovilidad. También será necesario medir los efectos sobre el estado psicológico, o incluso psiquiátrico, de muchas personas, algo que alarma a los psiquiatras y que no deja de tener a veces consecuencias muy graves para la salud. Sin mencionar las consecuencias sociales y económicas que dañarán gravemente la vida de un gran número de personas.
P.: ¿Entonces tenemos que abandonar toda precaución?
R.: Claro que no, pero ¿de qué clase de precaución estamos hablando? ¿La que figura en los catálogos ubuescos de normas sanitarias que el Gobierno ha redactado para todos los sectores de actividad para podernos desconfinar y mediante la cual todo funcionario público trata de cubrirse contra el riesgo de una acción judicial?
La filosofía de estos catálogos de normas es la del riesgo sanitario cero, que todo el mundo sabe que es inalcanzable. Al no poder distinguir entre las normas aplicables y las que no lo son, estos textos se han revelado como motivo de gran ansiedad para los responsables de su aplicación.
P.: ¿Debería dejar de aplicarse el principio de precaución?
R.: El principio de precaución, que no se aplicó cuando probablemente todavía habría sido posible detener la llegada del virus, no puede justificar ahora el no volver nunca a una vida normal. La OMS anuncia que el virus puede no desaparecer nunca, el secretario general de Naciones Unidas dice que la vacuna es la condición para el regreso, y le cito, a «una vida casi normal», y no «normal», se agita el espectro de una segunda oleada, tal vez una tercera, que justificaría un reconfinamiento. Por lo tanto, si aplicamos el principio de riesgo cero, viviremos en un mundo de locos durante mucho tiempo, una vida que ya no lo será. ¿Hasta cuándo no nos daremos la mano y nos veremos las caras? Me recuerda a aquel multimillonario americano, Howard Hughes, que se encerró durante los últimos 10 años de su vida porque tenía fobia a los microbios. Una vida de muertos vivientes por miedo a morir. ¿Es esa la vida que nunca volverá a ser como antes? En ese caso, bienvenido al país de los zombis. ¿Pero vale la pena vivir esa pobre y miserable vida?
P.: ¿No tendríamos al menos que esperar a la vacuna?
R.: Un artículo devastador en el The New York Times mostraba recientemente que, basándose en la experiencia y si se respetaban todos los procedimientos, la probabilidad más realista de tener una vacuna disponible para todos sería alrededor de 2034. Al relajar todas las restricciones posibles y apostar por el descubrimiento más rápido en la historia de las vacunas, podemos esperar milagrosamente tenerla disponible dentro de dos años. Así que la dictadura higienista, la vida que ya no es una vida, ¿durará dos años? ¿Diez años? ¿Para siempre? ¿Un tratamiento? Pero, cuando vemos lo que ha ocurrido con el debate sobre la hidroxicloroquina, no podemos ser muy optimistas a corto plazo, cuando es urgente salir de esta situación mortífera, tomando al mismo tiempo todas las precauciones necesarias para las personas en situación de riesgo. ¿Hasta cuándo vamos a aceptar la privación de todas nuestras libertades?
P.: ¿No es el papel de los políticos saltarse las normas habituales en caso de crisis?
R.: No soy partidario de que los derechos humanos se conviertan en una religión, pero hay límites a lo que es soportable en términos de violación de las libertades fundamentales. La libertad de ir y venir, el derecho a una vida familiar normal, el derecho a la privacidad, la libertad de culto, el secreto médico, el derecho al trabajo, la igualdad ante los servicios públicos, la libertad de comercio e incluso la libertad de comprar lo que uno quiere están siendo pisoteadas. El estado de excepción es legítimo, pero debe ser siempre proporcionado al objetivo y limitado en el tiempo. Aquí no existe ninguno de esos límites. No es aceptable que se prohíba salir de casa durante dos meses para evitar que los hospitales se saturen, y que luego se siga amenazando con una segunda oleada a la que solo podría hacerse frente con un reconfinamiento. Hay que dejar de hablar a los ciudadanos como si fueran niños o esclavos. Hay que convencer a los ciudadanos, hay que detener lo antes posible el reino de la infantilización, de la arbitrariedad y la tentación de una sociedad bajo vigilancia que pretendería aliviar los más pequeños aspectos molestos de la vida social.
P.: ¿Deberíamos preocuparnos por la ausencia de contrapoderes?
R.: Los contrapoderes son siempre muy débiles cuando realmente los necesitas. El verdadero límite a la arbitrariedad y la sumisión está en lo que los Gobiernos son capaces de fijarse a sí mismos y en los límites de la obediencia de los ciudadanos.
P.: ¿No es un progreso el hecho de que ahora se le dé prioridad a la gente sobre la economía?
R.: Poner la salud antes que los beneficios es un imperativo moral. Pero destruir la economía no significa poner a la gente primero, significa sacrificarla. ¿Hemos olvidado que la crisis de los años 30 llevó al poder a Hitler en Alemania? Resultado: 60 millones de muertos. La Organización Internacional del Trabajo ha anunciado que 1.600 millones de personas en todo el mundo podrían verse privados de cualquier medio de subsistencia en los próximos meses. Cuando se toman decisiones que pueden tener este tipo de consecuencias, no tener en cuenta estas últimas es irresponsable, por no decir criminal.
«Lo que funda la civilización, aquello que constituye la humanidad misma de los seres humanos, es un pequeño número de reglas», explica el filósofo francés.