Hay jinetes de luz en la hora oscura
Guillermo Garabito | 24 de diciembre de 2020
Tenemos la Navidad manga por hombro por una pandemia que nos impide juntarnos, pero esa no es excusa para no celebrar, aunque sea en esta austeridad monacal de la soledad.
Mi infancia son recuerdos de la Navidad en La Mudarra. Nochebuena en el páramo con frío de nieve y, al entrar en casa de mi abuelo, una calidez de chimenea y villancicos que lo envolvía todo. Esa es la Navidad de mi infancia, que es a la que está intentando volver uno toda la vida y la que busca que tengan sus hijos como única herencia valiosa.
Allí, en mitad del zaguán, sobre una mesa larga, montábamos esta tarde el belén y poníamos a los pastores apacentando ovejas y a los Reyes Magos al fondo. Un belén con río de plata arrugada sobre el que flotaban los patos. Y, en la orilla, las lavanderas con la espalda dolorida esperando que alguna vez corriera el agua. La nieve eran copos de harina, que es nieve castellana de oro molido. Con los años y las figuritas rotas se iban comprando otras nuevas y no había problema cuando en vez de diez había once pastores, pero seis Reyes Magos… nunca se vio aquello. Y un año poníamos unos y al siguiente los otros, para que no se quedasen ningunos sin hacer camino hasta el portal. Fuera quedaba el páramo en silencio y un pueblo con olor a leña que canta. Así es la Navidad de los Cielos en mi tierra, porque La Mudarra en Nochebuena es un pueblo en silencio, con las ventanas iluminadas, donde lo verdaderamente interesante acontece en la intimidad, como casi todo lo importante en esta vida.
A mi casa venía un jesuita amigo de mi abuelo y celebraba Misa del Gallo, pero al revés: primero celebraba la misa y después cenábamos. Era una Misa de Gallo desorientado. En estos detalles está mi infancia. La comida no era importante, aunque a medida que me hago mayor al champán le voy dando más trascendencia. Para mí la Navidad, aún hoy, son estos recuerdos de cuando era pequeño en mitad de Castilla; porque el 24 de diciembre hay que pasarlo en el pueblo o en Nueva York. Incluso este año de profetas tristes que pronostican que deberíamos haber cancelado la Navidad por responsabilidad, para mantener la seguridad sanitaria. Son estos los que no han entendido nada. No han entendido que la Navidad es la intimidad de lo pequeño, que no hace falta gentío para celebrarla, que tan solo es necesario uno dispuesto. Y esa es la única Navidad que importa, entonces y ahora. Que tenemos la Navidad manga por hombro por una pandemia que nos impide juntarnos, pero esa no es excusa para no celebrar, aunque sea en esta austeridad monacal de la soledad. Que hoy es Nochebuena y la Nochebuena solo consiste en unos versos de Alonso de Ledesma: «Alma dormida, despierta / y escucha el dulce clamor, / porque esta noche el amor / te ha echado un niño a la puerta». La Navidad, precisamente, es hacer examen de conciencia hacia fuera. Y así año tras año desde hace más de dos mil.
Hay en estos horizontes un Nacimiento que le crece a uno en la mirada cuando cruza un pastor y su rebaño los Torozos. Quién sabe si en verdad no fue así. Aquí, en La Mudarra, o en cualquier otro pueblo de Castilla. Sería un milagro que Dios hubiera nacido entre adobes y tapiales –es cierto–, que al alba cantase un gallo. Pero a fin de cuentas la Navidad es eso, un milagro. Como decía mi abuelo: «La Navidad es el día que Dios pone un belén en nuestros corazones». Y yo sigo observando ese pequeño palomar de enfrente, solo en la paramera, con la certeza de que podría haber sido el portal. Que María y José, a falta de posada, podrían haberlo usado de refugio aquella Navidad.
Lo único importante hoy es la intimidad. La intimidad de las cosas pequeñas, esa intimidad que en este siglo XXI cada vez se pone más cara. Hace dos mil años ocurría igual, el acontecimiento más célebre de la cristiandad tenía lugar en un pequeño pajar con solo María y José como testigos, sin necesidad de nadie más. Y parece que siempre se nos olvida.
Es Nochebuena, Castilla de fondo, y entonaran los ángeles el Gloria in excelsis Deo. Será noche de paz. «Noche vestida de gala / en auras de amanecida / porque nace el Niño Dios / se torna la noche en día». Y con estos versos de mi abuelo, a mí solo me queda desearles ¡Feliz Navidad!
Estas fechas van a ser muy distintas para todos. Resultará complicado para la gran mayoría evitar sentir tristeza y nostalgia. Por eso me he animado a contarles una historia de Navidad, por si pudiera arrancar a alguno una sonrisa.
Un relato navideño protagonizado por dos ancianos, una cena de Nochebuena y una misión secreta en el madrileño barrio de Usera.