Hay jinetes de luz en la hora oscura
José María Contreras Espuny | 17 de diciembre de 2020
Como en tiempos de Bécquer, como en cualquier tiempo, los muertos se quedan solos. Pero ahora su soledad empieza antes, en la enfermedad y en la agonía, cuando la muerte aún no lo era todo pero ya se propagaba como un incendio de oscuridad.
La muerte está en racha y a nosotros, que no somos especialmente partidarios, nos ha pillado a contrapié. No estábamos acostumbrados a tanto acierto por su parte. Desde luego, le ayuda el coronavirus desbaratando pulmones y perpetrando otras malignidades que en un principio no venían a cuento. Porque si eres respiratorio, eres respiratorio; pero resulta que puede ser lo que le venga en gana. Es como un joven tonteando con su vocación.
Pero la pandemia y sus trofeos no quitan que lo demás siga su curso. Siguen los corazones hipando en la cuerda floja y siguen las células cancerosas con su loco afán de ser perpetuas. Sigue la gente chocando contra objetos inamovibles. Incluso siguen algunos, a veces, perdiendo las ganas de vivir. Con lo cual, los relucientes y parsimoniosos coches de las funerarias trabajan a destajo y han de tener engrasados los raíles de metal que introducen el féretro. A menudo se ven sus cucarachas Mercedes Benz a la puerta de las iglesias, aparcadas de cualquier modo.
Como en tiempos de Bécquer, como en cualquier tiempo, los muertos se quedan solos. Pero ahora su soledad empieza antes, en la enfermedad y en la agonía, cuando la muerte aún no lo era todo pero ya se propagaba como un incendio de oscuridad. Se quedan solos hasta los vivos, que no pueden acompañar ni ser acompañados por el muerto. Lo viste vivo, lo viste frívolo, y luego no ves sino tierra, piedra o ceniza. La muerte siempre ha tenido algo de taumaturgia, de truco de disolución. Y aunque medie algún declive, siempre es de repente. Ahora más de repente si cabe. Ya no se le dice adiós al cuerpo, extraño y como de cera en su ataúd, sino a lo primero que de ellos encontremos dentro de nosotros. Parece que los raptaran. Parece que fueran abducidos, ascendidos. La muerte nunca tuvo la medida del hombre, y ahora ha dejado de tenerla también el duelo.
Además, es esta una muerte que creíamos descartada. Es caprichosa y, si le entra antojo de alguien, lo mismo le da que ridiculizara a los fumadores o que haya desgastado adoquines al trote y vestido de guacamayo. Es esa aleatoriedad, resaltada por la prensa, la que nos desconcierta. Por eso procuramos aducir edades propicias, averías previas. Y en los gráficos, alimentados por cientos de miles de personas como un dios primitivo, todo cuadra, incluso parece justo, comprensible; no así en la carne concreta, donde siempre es cruel el aguijón. Y es que morirse por coronavirus tiene de natural que el cuerpo se resquebraja sin que veamos el golpe, pero de artificial lo expeditivo que resulta. Es una muerte híbrida. Es la muerte, tan vieja, reinventada.
Aquí en el sur, sin embargo, no golpeó al principio y durante la no-primavera de este 2020 se puede decir que pasó de largo. Es por el calor, decían algunos. Considera que hacemos mucha vida al aire libre, apuntaban otros. Llegué a escuchar incluso que se debía a la sangre mora que muchos andaluces creen bullendo por sus venas, como si los moros hubieran dejado su simiente flotando en el aire, como si los andaluces fueran hijos de sus madres y de uno de los arcos de herradura de la Mezquita de Córdoba.
Pero en esta segunda ola y pese a los rescoldos de morería en nuestro ADN, el virus ha golpeado de lleno. Diría que se ha cebado si no fuera porque desconozco dónde queda la justa medida. Y el que en la primera ola era un medio conocido de un conocido y tres cuartos que vive en Madrid, se ha convertido en Javier, Castor… Y hace unos días hubo que interrumpir el almuerzo para escuchar la hinchazón oratoria de Juanma Moreno con un acento que quizás sea suyo, pero parece impostado. Mosaico y con esas eses aspiradas tan nuehtras, nos hablaba del desierto y de la tierra prometida de la vacuna. Vacuna que, como la zanahoria, siempre está a la misma distancia: no tan cerca como para alcanzarla, no tan lejos como para desesperar.
Morirse por coronavirus tiene de natural que el cuerpo se resquebraja sin que veamos el golpe, pero de artificial lo expeditiva que resulta
Y algo habrá notado mi mayor, José, porque el lunes estamos almorzando macarrones cuando, de improviso, deja caer la cuchara sangrienta de tomate. Levanta la mirada por encima de nuestras cabezas y, para el que tuviera oídos, sin venir a cuento y con el tono declamatorio de un pregonero, afirma que las personas crecen, crecen y crecen hasta llegar al techo… Entonces se tienen que morir. Ante nuestro estupor, añade: y se vuelven angelitos.
No sé exactamente cuánto mido, porque tengo miedo a medir menos de lo que creo, pero, incluso sin una medida exacta, soy el miembro de la familia más cercano al techo. Yo eso lo sé, mi mujer también, pero igual pregunta: ¿y quién se va a morir primero? José me señala con cierto cansancio porque le parece evidente. Entonces me acuerdo de un haiku de Susana Benet:
Un niño juega
a enterrar a su padre.
Día de playa.
Mi hijo está jugando a darme por muerto. Así que, por no verme solo y comprobar su capacidad deductiva, se me ocurre preguntarle quién va a morir en segundo lugar. No sé cómo describir mi sorpresa cuando contesta que su madre.
Matilde, que además de haberlo parido entre quebrantos, lo conoce, le pregunta qué van a comer él y sus hermanos cuando los dos nos hayamos convertido en angelitos. Contesta sin dudar: fruta. Y la respuesta es de un realismo admirable. Por supuesto no sabe, y es consciente, hacer unos macarrones como los que ha dejado de comer; pero sí sabe, y sabe también que podría enseñárselo a sus hermanos llegado el caso, pelar un plátano o menguar un melocotón a minúsculas pero feroces dentelladas.
Y lo más admirable es que entienda, de alguna forma incipiente o instintiva, que por más que crezcamos hasta el techo y acabemos como angelitos –yo prefiero seguir siendo hombre incluso entonces; ya se lo explicaré–, morir, se muere; y el que se muere, ya no está. No va a venir su madre a cocerle la pasta, estrepitosa al tener que manejarse con dos alas en la cocina. No, ya no estará, al menos no aquí. Con lo que no quedará más remedio que aprender a pelar las mandarinas y a vaciar el kiwi apurando bien su carne ácida y verde, porque a día de hoy lo hace con la tranquilidad y la negligencia que le permite la vigilancia de su madre. ¿Ves?, es que no sé. Anda, trae –y lo insulta dulcemente–, que estás tonto. Y mi atontado hijo sonríe, recogiendo la cosecha de su torpeza.
La muerte, sobre todo porque todavía no parece inspirarle mucho temor, es para él algo por delimitar; aunque ya se le van dibujando los contornos de lo que supone recortar la distancia que nos separa del techo. Como escribí en otra parte, comienza a ser el animal manriqueño que espero ardientemente que sea; de otro modo, solo sería animal. Así que ahí va José, progresando en abismos en medio de una pandemia y renqueando a sus cuatro añitos. Mi hijo de pie quebrado.
Nuestra época detesta la muerte. Pero una sociedad donde la muerte no cabe, donde se apartan nuestros límites y se promete la vida eterna, es una sociedad, paradójicamente, más muerta que otras que la incluían.
Millones de familias, sin distinción de clase o pertenencia política, han sentido la necesidad de proteger a los mayores, de tomar medidas excepcionales y paliar su debilidad.