Hay jinetes de luz en la hora oscura
Mariona Gúmpert | 14 de noviembre de 2020
Cuatro refutaciones a los principales argumentos que utilizan aquellos que se muestran a favor de aprobar la ley de eutanasía.
Se acerca el debate, y posterior votación, de una ley que permitirá la eutanasia en España. Hablamos constantemente de «dar la batalla cultural», esta es una buena ocasión para empezar. Aquí les proporciono los argumentos que suelen dar quienes están a favor de la eutanasia, y cómo refutarlos adecuadamente.
Falso, hay muchas cosas que la ley prohíbe, contraviniendo ese principio de soberanía absoluta sobre el propio yo: una persona no puede venderse como esclava, no puede vender sus órganos, tampoco es legal el proxenetismo, etc.
Lo que subyace a estas prohibiciones es la consideración de que estas acciones son intrínsecamente malas para el sujeto que decidiere tomarlas; se considera que quien opta por alguna de estas cosas es, o bien por ignorancia, o bien por desesperación. En todo caso, se presupone que son acciones que vulneran la dignidad y/o la integridad física y moral de la persona.
Este concepto suele utilizarse para apoyar el anterior: una persona debería poder hacer lo que quisiera, siempre y cuando no haga daño a un tercero. Parece el mismo argumento que el primero, pero no lo es, dado que aquí se incide en que lo único que importa es no dañar a otros.
Este argumento es completamente falaz. Hay varias formas en las que se daña a otros a través de la legalización de la eutanasia. En primer lugar, se acaba con el juramento hipocrático, según el cual todos los médicos prometen no infligir nunca un mal a sus pacientes.
Estando abierta la opción de la eutanasia se despierta la desconfianza por parte del paciente. De normal nos cuesta confiar en el juicio de los galenos –porque estamos asustados, y porque desconocemos casi por completo la disciplina-, imagínense existiendo una ley sobre la eutanasia «exprés y a domicilio».
La suspicacia que suscita el legalizar el homicidio -pues no es otra cosa la eutanasia- se extiende a muchos más ámbitos. Los enfermos crónicos y las personas mayores tienden a sentirse una carga para sus familiares. Es un sentimiento complicado contra el que lidiar, al que la nueva ley no ayudaría nada. Ni a los que les pesa tener que ser cuidados, ni a los que temen que sus cuidadores quieran deshacerse rápido de tan fatigosa carga.
Sigamos con la idea de no hacer daño a un tercero: basta con preguntar a todo aquel que ha pasado por la experiencia de que se suicidara un ser querido. «La eutanasia es distinta, los familiares y amigos están informados», me dirían. Tanto más dolor para ellos, digo yo, si no desean la muerte del enfermo. En caso de que sí la deseen, ¿qué tipo de sociedad tenemos en la que, con todos los medios al alcance, hemos decidido rendirnos y hemos abierto la puerta a una solución como esta?
Existen mucho casos de personas que se han quitado la vida al perder su empleo y, al poco, su hogar. ¿Se imaginan qué pasaría si, como solución al paro, decidiéramos matar al parado? He aquí la clave: lo que no queremos es que haya desempleo, pero la solución no es eliminar a quien no tiene trabajo. Lo mismo ocurre con la eutanasia: el objetivo a perseguir -en el fondo- es acabar con el sufrimiento del paciente.
En esto coincidimos todo el mundo. Normalmente quienes están a favor de la eutanasia se imaginan al provida como un monstruo que hace apología del sufrimiento, en una especie de caricatura de la cosmovisión católica de la vida y de la muerte.
Lo que nos distingue de quienes están a favor de la eutanasia es que nosotros deseamos acabar con el dolor, no con el paciente. Esto se demuestra al hablar de dos conceptos bastante desconocidos fuera del ámbito de la bioética: la sedación terminal, y la oposición al encarnizamiento terapéutico.
La sedación terminal consiste en administrar medicamentos a un paciente para evitarle sufrimientos innecesarios. El objetivo, por tanto, es evitar el dolor. En ocasiones, el paciente sufre padecimientos tan fuertes que la medicación que necesita lo deja completamente sedado, e incluso acorta el momento en que se produce el fallecimiento de la persona. En estos casos, y al ser la intención principal eliminar dolores insoportables -no provocar la muerte-, es un procedimiento médico éticamente correcto.
Muy relacionado con este concepto está el de encarnizamiento terapéutico: insistir en salvar la vida a alguien, probando infinidad de tratamientos que al final no proporcionan gran cosa, más allá de sufrimiento moral y físico al enfermo. A este tipo de proceder médico nos oponemos los provida.
Teniendo esto presente, y con una buena coordinación e inversión en medicina familiar y paliativa, podría conseguirse que muchas personas llegaran al final de su vida en su domicilio, rodeados de sus seres queridos y sin sufrir, que es al final lo que todos deseamos.
Aquí hay un error de fondo: quien tiene dignidad es la persona. Cuando hablamos de dignidad en otros sentidos lo hacemos porque tenemos de referencia la dignidad intrínseca que posemos los seres humanos. Podemos hablar de trato digno, trabajo digno, condiciones dignas, formas de vida dignas, etc., porque tenemos de referencia a la persona, que nunca pierde su dignidad como tal, a pesar de que no se la trate dignamente, no tenga un trabajo digno, etc.
Si una persona no pierde su dignidad a pesar de que trabaje en condiciones indignas, mucho menos va a perderla por circunstancias relacionadas con su condición física o mental. La sociedad actual nos empuja a pensar que hay excepciones, razón por la cual a muchos no les parece deplorable que se pueda matar a fetos de más de veinte semanas si se les detectan determinadas anomalías físicas. Pero lo cierto es que, si nos ponemos a enumerar qué características de un ser vivo de la especie humana lo hacen digno, y cuáles no, entramos en una pendiente resbaladiza muy peligrosa.
Parecerá que exagero con la cuestión de la pendiente resbaladiza, pero tan solo tenemos que observar cómo se han ido extendiendo los plazos en los que se considera legal (y, por tanto, moral) abortar. Otra pendiente resbaladiza famosa es la de la propia eutanasia, en Holanda, donde las condiciones para obtener la eutanasia se han ido ampliando a la edad de doce años y a la condición de «padecer un sufrimiento insoportable», término impreciso donde los haya, y que ha disparado el número de personas que recurren cada año al mal llamado suicidio asistido.
Al final, y como he intentado mostrar, todas las argumentaciones llevan al tema de la dignidad humana. Es necesario que nos preguntemos en qué consiste, y por qué muchas de las personas que nos rodean consideran inhumano tener determinada condición física o mental. Por qué ese miedo al dependiente, y a la dependencia. En el caso de la eutanasia se pone de manifiesto, pero subyace a todo lo que nos rodea: el cuidado de niños, enfermos y ancianos se considera actualmente una carga, una opresión, una esclavitud. Parece que hemos olvidado que fuimos niños, que la enfermedad nos puede aquejar en cualquier momento, y que seremos ancianos. ¿Cómo es posible que una sociedad en la que domina el supuesto discurso de izquierdas al final solo se consideren dignos los individuos «activos» en términos económicos: gente que trabaja, y gente que consume? ¿Por qué? Preguntémonoslo más.
La muerte provocada de María José Carrrasco evidencia que la eutanasia no se debe legitimar.
La vicepresidenta de la Fundación Villacisneros afirma que este Gobierno «no encuentra, desgraciadamente, una oposición firme y contundente que defienda, ideológica y pedagógicamente, lo más sagrado que tenemos, que es la vida».