Hay jinetes de luz en la hora oscura
Jesús Montiel | 08 de noviembre de 2020
No obedecemos la realidad, y por esto sufrimos, porque lo que pretendemos es que la realidad nos obedezca.
Esta noche viene a casa un matrimonio que no soporto. Una de esas visitas molestas que entenebrecen el día y agrian mi carácter. No me gusta que allanen mi soledad, pero si además quienes la allanan son personas con las que no congenio, como es el caso, me ofusco pese a la reprimenda de mi mujer, mucho más hospitalaria. Sé que este momento es una oportunidad: la de saltar a la práctica y abandonar los libros sobre el amor. Y, sin embargo, noto una resistencia. Es entonces cuando me ha venido a la memoria una historia que escuché en el desierto de Egipto, delante de una reliquia donde había representado un hombre con barba y un palo en su mano derecha.
Se trata de la historia de Juan el Enano, un monje del siglo V. Este era un joven que se airaba a menudo. Se dice que, para que se le pasara la ira, echaba a correr cada vez que se irritaba con alguien. También que su padre espiritual le ordenó plantar en el desierto un cayado. Su cometido: tenía que regarlo hasta su florecimiento. Juan obedeció. Regó el palo durante mucho tiempo, todos los días, aun estando el agua muy lejos del lugar donde lo había plantado. Y al cabo de tres años floreció, y dio fruto. El padre espiritual comió de este y, dándoselo a otros hermanos, decía: tomad, el fruto de la obediencia. Es una historia que no se me olvida, la obediencia de Juan el Enano, su constancia jardinera debajo de un sol gigante.
La mayor parte de mis angustias, y las de los que me rodean, derivan de esta actitud que consiste en rebelarse frente a lo que cada día nos propone
No es casualidad que la recuerde hoy, cuando me quejo de la visita de esta pareja. Porque mi verdadero problema no es su manera de ser o comportarse. Mi problema es que no quiero hacer nada contrario a mi elección, al contrario que el ermitaño. La mayor parte de mis angustias, y las de los que me rodean, derivan de esta actitud que consiste en rebelarse frente a lo que cada día nos propone. No obedecemos la realidad, y por esto sufrimos, porque lo que pretendemos es que la realidad nos obedezca. En este sentido, desde que practico la oración continua noto una leve mejoría. No es que no me moleste la visita, que ya digo que me molesta, y mucho: es que he sido capaz de no quejarme y pensar en otras cosas, guardar mi corazón de pensamientos que no conducen más que a la violencia.
Sostienen los Padres del yermo que el amor es el freno de la cólera. Que hay que tratar a todos con hospitalidad, sin acepciones, más aún a quien nos es antipático. Qué bonito, piensa uno. Pero para llegar a esto en la práctica, aparte de la gracia, se requiere mucho entrenamiento y sobre todo una auténtica voluntad de cambio. Se acerca la hora de la visita, mientras doy de cenar a mis hijos. No sé, me digo. A medida que pienso en Juan el Enano me voy sintiendo menos nervioso. Quizá siempre hay, en mitad de las dunas, la posibilidad de un árbol. A lo mejor esta noche que anticipo trágica con la imaginación sea un palo capaz de un brote, y hasta dé fruto, quién sabe.
El mundo tendría peor ventilación sin alguien lanzando los ojos al techo de la oficina o dibujando monigotes en los márgenes de un libro de texto.
No hay manera de aclararse en una época que rastrea las mentiras como un perro pachón, pero que no daría con una verdad ni aunque le cayera encima abriéndole la cabeza.