Hay jinetes de luz en la hora oscura
Marcelo López Cambronero | 31 de mayo de 2020
El filósofo François-Xavier Bellamy propone un camino que permita a la sociedad comprender qué quiere conservar del pasado, qué quiere abrazar del presente y qué quiere conseguir en el futuro.
Se cuenta de un viejo alcalde progresista que en su último discurso, anunciando su retirada, le dedicó estas palabras a sus convecinos: «No seré más vuestro alcalde y me despido con pesar, pero con orgullo: cuando llegué estábamos al borde del abismo, pero en estos cuatro años, y todos tendrán que reconocerlo, hemos dado un gran paso adelante».
Nuestra civilización piensa el tiempo de la política y el tiempo de la cultura como una línea ascendente que se dirige siempre hacia un futuro mejor. Desde este punto de vista, el mañana es preferible al hoy, y conviene apresurarse para alcanzar lo que, además, ha de llegar inevitablemente.
A esta concepción del devenir, que determina y estructura nuestra forma de entender la política, la llamamos «progresismo».
Permanecer
François-Xavier Bellamy
Ediciones Encuentro
208 págs.
22€
Permanecer, el último libro del joven filósofo francés François-Xavier Bellamy, es un libro que nos hace repensar tal concepción del tiempo y, con él, de la política y la vida. Además, se ubica dentro de una de las corrientes de pensamiento más interesantes de nuestra época, que se propone como respuesta a la modernidad, al desencanto cínico posmoderno y, también, al conservadurismo. Su crítica a la visión naif del progreso y, como alternativa, su afán por recuperar el presente, las relaciones humanas, el afecto por la realidad y por el lenguaje, abren un camino diferente que nos permite soñar con maneras más eficaces de dirigir nuestras sociedades.
Los progresistas ingenuos son el pertinaz ejemplo de lo que es la política moderna. Están convencidos de que la dinámica del tiempo siempre es positiva y aceptan todo lo que se considere nuevo sin ninguna capacidad crítica. Siguiendo esta pulsión irracional, creen que la gestión de las democracias consiste en remover todas las barreras y cortapisas que puedan dificultar la llegada del futuro, perdiendo así las riendas de las sociedades, renunciando a tomar decisiones y volviéndose incapaces de mostrar una mínima capacidad de liderazgo.
Si lo pensamos con detenimiento, enseguida nos daremos cuenta de que este modo de afrontar la política es pueril, tiene algo de absurdo y de peligroso.
Nada nos puede asegurar que el futuro, solo por el hecho de ser futuro, será mejor que el presente. Tal vez desde Kant (el prólogo a la segunda edición de la Crítica de la Razón Pura), desde Hegel, desde Marx y desde Comte, la humanidad ha visto en el avance de la ciencia una metáfora sobre la grandeza del horizonte venidero. Los avances científicos parecían seguir una línea segura y progresiva, desvelando cada vez más espacios de la realidad y permitiéndonos conquistarlos, mejorando la calidad de vida y la salud, haciéndonos más ricos y dándonos más posibilidades de elección. Sin embargo, la crisis climática nos ha hecho caer en la cuenta de que ese optimismo, ese pensar que por necesidad el futuro siempre será mejor, era un tanto ridículo.
El que siempre quiere caminar hacia el futuro porque sí esconde en su corazón un agrio desprecio por la realidad que tiene ante sus ojos
Se trata de una nueva falacia, similar a la llamada «falacia naturalista», que cometía el error de considerar que todo lo que «es», solo por el hecho de ser, «debe ser», saltando del terreno de los hechos al terreno de los valores sin ningún espíritu crítico. De forma similar, los progresistas afirman que todo lo que «va a ser» por necesidad «debe ser», sin detenerse a meditar sobre las razones que nos podrían llevar a preferir lo que se propone como un avance.
El progresismo es expresión de ese resentimiento del que nos hablaba Nietzsche: un resentimiento que declara su amor a la vida del más allá solo porque odia la realidad presente. En todo deseo de que venga el mañana porque sí, en todo anhelo del cambio por el cambio, hay un desprecio hacia lo valioso que hoy se puede disfrutar y que ha sido creado a lo largo de generaciones con el esfuerzo y el afán de quienes sí estimaban lo que estaban consiguiendo. Pero para el progresista los logros, en el mismo momento en el que se obtienen, han dejado de ser futuro, han quedado desfasados y, por lo tanto, han perdido el brillo que les otorgaba el no ser todavía. El que siempre quiere caminar hacia el futuro porque sí esconde en su corazón un agrio desprecio por lo que tiene ante sus ojos.
Necesitamos recuperar una capacidad crítica que nos lleve a discernir hacia dónde queremos ir y qué es imprescindible conservar y, por lo tanto, no poner en peligro. Debemos recuperar, pues, la posibilidad de hacer política.
Hoy ya sabemos que el avance de la ciencia también puede llevar a la destrucción del planeta y a la extinción de nuestra especie, y si eso no nos bastaba, la COVID-19 ha terminado de confirmarlo. Ya no se puede ser progresista, no de esta manera, no con esta endeble y banal concepción de la historia.
Sin embargo, Bellamy no es un adalid de las nuevas corrientes conservadoras. Ve con toda claridad que los conservadores son presa de la misma confusión, solo que a la inversa: también ven la historia como un proceso continuo, lineal y evolutivo, pero su pesimismo les hace quedarse detenidos y sospechar (también por principio) del futuro. El miedo a que la sociedad pierda sus conquistas los arrastra a desear detener el tiempo, lo que solo puede hacerse con violencia.
Se puede valorar el presente sin que él nos atrape, podemos sopesar los éxitos conseguidos, esta cultura construida con el esfuerzo de generaciones y en la que es fácil descubrir elementos que de ninguna manera deseamos perder, sin dejar de reformar –e incluso rechazar de plano- todo el material muerto que encontremos en ella.
Por otra parte, la cultura del cambio acelerado que se nos impone exige que todo pueda intercambiarse con facilidad y, para conseguirlo, tiene que poder convertirse en un número. Al sustituir las cosas por números, por su valor de intercambio, convertimos el universo entero en un bazar en el que todo fluye a gran velocidad. Cada cosa tiene su precio (a eso queda reducido su «valor») y, por lo tanto, puede cambiarse por cualquier otra cosa según una proporción económica: una mesa vale como cuatro sillas y como 400 lapiceros. Es el reino del consumismo exacerbado, en el que siempre lo que pueda comprar será mejor que lo que ya tengo, porque el mundo siempre va hacia adelante. El progresismo nos ha llevado a una absoluta mercantilización de lo real.
Ante esta cultura numérica, mercantil, Bellamy propone la recuperación del lenguaje, del deseo de llamar a cada cosa por lo que es, dignificándola. Actualmente, identificamos las casas, los pisos y apartamentos mediante un número, lo que muestra que unas viviendas nos parecen perfectamente intercambiables por otras; pero las viviendas cuando se llenan de vida adquieren un significado que las hace únicas, convirtiéndose en hogares que bien merecerían un nombre propio. Mi casa no es una vivienda más. Es una parte de mí y su desaparición no me deja indiferente, porque está llena de recuerdos, de identidad: no es una serie de paredes y muebles situados unos junto a otros, sino los lazos de significado que unen esas cosas entre sí y con nosotros. Exactamente eso mismo es la cultura: los lazos invisibles que reúnen unas cosas con otras en un tejido humano que las dota de significado.
Hoy enfrentamos retos que exigen una nueva manera de relacionarnos con la realidad, de pensar el tiempo, de entender la política. Esta es una exigencia compleja, porque son muchos los que se han entregado sin criterio al progresismo militante apoyando la mercantilización total. Sin embargo, sabemos que el cambio es posible. Es posible dejar de lado esa caracterización del futuro como inevitable y mejor. Y solo así, al tomar conciencia de que la responsabilidad fundamental de la política es hacerse cargo del tiempo, podremos entender nuestro pasado y su valor, qué es lo que debemos conservar, qué transformar, y qué retos hemos de plantearnos en adelante.
Los textos de Samuel P. Huntington sobre Occidente y su supervivencia mantienen su actualidad en un mundo marcado por políticas que dividen y enfrentan.
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