Hay jinetes de luz en la hora oscura
Gabriel Menéndez | 23 de febrero de 2020
Un profundo análisis de «La Valquiria», con motivo de su actual puesta en escena en el Teatro Real de Madrid.
Cuando Richard Wagner, en octubre de 1856, interpretó una selección de La Valquiria consistente únicamente en el Acto I, en el Hotel Baur au Lac de Zúrich, pudo paliar levemente su sensación de llevar más de diez años sin ver ninguna de sus obras representada sobre un escenario. Tras el estreno de Tannhäuser en Dresde en 1845, Wagner no había podido acudir al estreno de Lohengrin en Weimar, en 1850, debido a su situación de proscrito político y a su exilio en Zúrich.
La elección de interpretar únicamente el primer acto se veía propiciada por el elenco vocal sintético del mismo, mediante el cual Wagner, después del numeroso y variopinto elenco vocal de El Oro del Rin, regresaba al triángulo medular alla italiana, según el cual un tenor se enamora de una soprano y un bajo o un barítono ejerce como antagonista. Con Franz Liszt al piano, interpretando Wagner los papeles de Siegmund y Hunding y contratando una soprano para el papel de Sieglinde, el compositor pudo contemplar de nuevo, después de más de diez años, la posibilidad de que algunas de sus partituras fuesen de nuevo interpretadas en vivo y escuchadas por un público.
Seis años más tarde, habiendo ya presenciado el reestreno de Tannhäuser en París, en 1861, Wagner hacía una nueva selección para una versión de concierto en el Theater an der Wien de Viena, en diciembre de 1862. Para esta ocasión, Wagner escogió la Cabalgata de las Valkirias, la despedida de Wotan al final del tercer acto, junto con el postludio del fuego mágico, junto a, como cabría esperar, el célebre duetto “Winterstürme wichen dem Wonnemond”, que pone fin a la escena amorosa entre Siegmund y Sieglinde y al Acto I de La Valquiria.
Con ello, Wagner ponía de manifiesto cuáles eran los tres números cerrados que, sin excesivo coste pero con un gran efecto, podían ejecutarse de manera aislada, a la antigua usanza de las arias de concierto y otras formas operísticas semejantes. La Cabalgata de las Valkirias actuaba como una obra sinfónico-coral, la despedida de Wotan como un aria con pleno derecho y el diálogo final entre Siegmund y Sieglinde como un dúo amoroso que, sin duda, Wagner había echado de menos tras las cuatro escenas del Rheingold, cargadas de ambición, violencia y codicia por parte de sus principales protagonistas. Este interregno entre el desiderátum de crear una obra transcompuesta, expuesto por Wagner en su ensayo Ópera y Drama, y el retorno a números considerablemente autónomos dentro de cada uno de los actos es una de las virtudes más significativas de la ópera representada ahora mismo en el Teatro Real.
Paradójicamente, durante el estreno absoluto de La Valquiria, el compositor estuvo ausente; tuvo lugar por primera vez en versión escenificada en el Hoftheater de Múnich el 26 de junio de 1870, por deseo expreso del rey Luis de Baviera y ante la indignación de un compositor que consideraba indigno de su obra representar únicamente una de sus partes, sin que el resto de la tetralogía El Anillo del Nibelungo estuviese concluida. Un año antes, en 1869 y en las mismas circunstancias, se había estrenado El Oro del Rin. Richard Wagner había retomado para entonces la composición de Siegfried y, después de más de diez años de abandono de la tetralogía, se había propuesto concluirla definitivamente para su representación íntegra en la Festspiehaus por él fundada en Bayreuth, en agosto de 1876.
La génesis aporta algunas claves más: La Valquiria fue el último de los textos escritos del libreto (1852) y una de las músicas más tempranamente compuestas (desde la primavera de 1854, justo después de Das Rheingold). Está, en este sentido, en el polo opuesto de El ocaso de los dioses, que es el primer texto escrito (originariamente como Siegfrieds Tod) y la música más tardía. Durante este proceso, Wagner eliminó la aparición de Wotan prevista en el Acto I, con el fin de quedarse con el triángulo amoroso medular típico en la ópera italiana desde los años treinta del siglo XIX. Este gesto reduccionista consiguió una concentración máxima en la expresión de emociones de los tres protagonistas, prácticamente ausente en todo El oro del Rin: el encuentro entre Siegmund y Sieglinde al inicio del Acto I, la aparición de Brünnhilde ante Siegmund en el Acto II o el monólogo de Woyan al final de la ópera pasarán a la historia por una profunda carga emotiva ligada a una dosificación extrema de los medios orquestales, a un uso casi camerístico de la instrumentación y a un estilo vocal de una contención máxima, donde la línea vocal, permanentemente apoyada desde los diferentes leitmotiv del foso orquestal, adquiere una expresividad que va mucho más allá de las palabras.
En La Valquiria reaparecen algunos de los motivos de El oro del Rin y se crean también motivos propios, pasado y presente coexisten y no es necesario enunciar tantas cosas como en la Víspera de la Tetralogía. En el Acto I, el Walhalla se intuye en los comentarios de Sieglinde, la presencia de Wotan se substituye por la narración de la espada, la presencia de la espada en el fresno y su sonido en la orquesta reemplaza la presencia de Wotan. El permanente acompañamiento sonoro de las narraciones y las efusiones sentimentales hacen presentes sobre el escenario situaciones de la prehistoria mítica, sin romper por ello el marco temporal y espacial en el que se suceden los acontecimientos visibles.
El Acto I, el único de toda la tetralogía en el que aparecen únicamente seres humanos, muestra por primera vez una instancia sonora que nos introduce en la contingencia, vulnerabilidad y transitoriedad de los seres mortales, en este sentido, en el polo opuesto del Rheingold. Si este se iniciaba con el eterno acorde de Mi bemol mayor, arpegiado mediante el canon de ocho trompas, La Valquiria se inicia propulsada por el desarrollo de fuerzas históricas encarnadas en los trágicos seres humanos: en el Preludio, indicado “Stürmisch” (tormentoso), la orquesta de cuerdas graves entra con un trémolo nervioso, los contrabajos apresurados, un movimiento muy rápido en compás de 3/2 y en Re menor. Podría decirse que los contrabajos parecen rasgarse en su impetuoso gesto de semicorcheas. La tormenta lo invade todo, incluida la inquietud y la angustia de un personaje en fuga, Siegmund, a la busca de un refugio. En la tormenta se refleja la propia vida de Siegmund: indomable, impulsiva, con un fuerte temperamento sensual. El drama de los dioses que había comenzado en las alturas del Walhalla y el inframundo de Nibelheim se vuelve terrenal, una tragedia entre seres humanos de naturaleza nómada, fugitiva y vulnerable.
El encuentro de Siegmund y Sieglinde se produce sobre motivos musicales de ternura y compasión, cualidades humanas que probablemente ambos protagonistas apenas han podido disfrutar en sus vidas hasta ese momento. Basado exclusivamente en los instrumentos de cuerda, el pasaje del encuentro ofrece un espacio de paz que contrasta con la agitación del Preludio. Cuando las miradas se cruzan, Wagner rehúye el predecible duetto amoroso y deja que los amantes se observen en silencio, mientras un sonoro solo de violonchelo, que desemboca en un cuarteto de cuatro violonchelos más, conduce las miradas de ambos. La perspectiva ha cambiado con respecto al Rheingold; si allí todo sucedía con tensa atención, ahora penetramos en la psicología de los personajes. Nos metemos en la mirada de los personajes, en su interioridad, un amor presentido y silencioso.
El primer canto melódico no porta consigo ni el hedonismo lúdico de las Hijas del Rin, ni los arrebatos de deseo de Alberich, con los que se iniciaba El Oro del Rin. Cuando Siegmund entona su arioso “Kühlende Labung”, pone de manifiesto la naturaleza humana del apátrida, que por primera vez recibe un alivio a sus heridas internas. Todo el diálogo inicial se construye sobre silencios y breves ariosos que crean una atmósfera de lírica intimidad, inédita hasta entonces en las partituras de Wagner.
La Valquiria es también la ópera más melódica de la tetralogía, los solos de Siegmund, Sieglinde o Wotan están imbuidos de substancia melódica y se escuchan como secciones aisladas caracterizadas por el momento lírico y contemplativo de las antiguas arias. El dúo de ambos amantes que pone fin al Acto I es el precedente más directo de la Noche de Amor de Tristán e Isolda.
En la escena segunda del Acto II, cuando Brünnhilde sale de la cueva portando su escudo y su lanza para anunciar a Siegmund que pronto ha de morir, escuchamos de nuevo un momento único en los que quizá sean los dos leitmotiv más particulares y trascendentales de La Valquiria. Para ellos, Wagner se inspiró en una canción noruega del siglo X, de un antiguo poeta escandinavo, autor de sagas y de cantos heroicos. La Valquiria aparece para anunciar la muerte de Siegmund y ello da lugar a un intercambio de preguntas y respuestas. La conclusión principal es que Siegmund renuncia a ir al Walhalla. La exégesis tradicional ha bautizado los dos motivos como Motivo del Destino y Motivo del Lamento por la Muerte. La armonía wagneriana es más asombrosa que nunca: en un supuesto Fa sostenido menor, la tónica se elude una y otra vez, con continuos retardos sobre acordes de Dominante, mientras que la célula fúnebre palpita en el registro grave, como si la música estuviese suspendida entre dos precipicios.
En esta atmósfera de solemnidad, las tubas anuncian el Tema del Destino, encadenando dos acordes (Do sostenido menor con dos retardos, Séptima Dominante sin resolución, en Fa sostenidos menor), mientras que los timbales expresan una grave y solemne pulsación fúnebre sobre la Dominante (Do sostenido). Las trompetas y los trombones entonan en Fa sostenido menor el punzante Lamento de la Muerte (o de su anuncio), donde encontramos dos veces seguidas los mismos intervalos y el ritmo del Destino. Los encadenamientos armónicos son soberbios y desembocan en un largo retardo sobre un acorde de Séptima Dominante en Si menor sin resolución.
Y, sin embargo, lo que hace que este pasaje nos sobrecoja por completo es que ambos motivos, tan instrumentales y densos armónicamente como son, sean después adaptados por las dos voces e integrados en su línea vocal. Pocas veces en la tetralogía dos personajes encarnarán hasta tal punto la amplitud del drama. A diferencia de la renuncia al amor y otros motivos, el Destino y el Lamento por la Muerte se presentan en un entorno tímbrico plenamente sinfónico, para después transformarse en bellas líneas melódicas entonadas por las voces de Siegmund y Brünnhilde.
Como todas y cada una de las cuatro partes de la tetralogía, La Valquiria plantea asimismo severos interrogantes con respecto a los postulados de Ópera y Drama, en particular a aquellos que conciernen la prohibición por parte de Wagner de utilizar coros y conjuntos. Precisamente uno de los momentos dramáticamente más impactantes tiene lugar en la escena primera del Acto III, cuando las Valquirias ocultan a Brünnhilde ante la llegada del colérico Wotan. Se trata de un ensemble a ocho voces, una de las más complejas y espeluznantes “masas vocales” jamás compuestas por Wagner para poner de manifiesto el terror vivido por las hijas de Wotan ante la “criminal” desobediencia de Brünnhilde. Tratándose del último “ensemble contemplativo” compuesto por Wagner antes de Los Maestros Cantores, destaca por su complejidad, su dramatismo y el lugar esencial que ocupa dentro de La Valquiria, al tratarse del momento que propicia la huida de Sieglinde embarazada de Siegfried, la caracterización de Wotan como dios colérico, el terror que embarga a las Valquirias y la condena de Brünnhilde. Una vez más, el quebrantamiento de la regla wagneriana tiene como consecuencia el episodio inenarrable de una causa perdida, materializada en la estampida pavorosa del octeto de Valquirias.
Al final del Acto III, el canto a la vez patético y tierno de Wotan constituye el punto culminante de un momento de intimidad que trasciende la esfera de sus individuos. Brünnhilde dejará de ser una valquiria y Wotan pasará a convertirse en un vagabundo a partir de Siegfried. En este monólogo, un aria de pleno derecho, Wagner alcanzó cotas de lirismo en prosa, de transcomposición expresiva, de caracterización psicológica desde el timbre del vocalista que anteriormente nunca habían sido alcanzadas. La tesitura de bajo-barítono, sitúa a Wotan al lado de soberanos semejantes, tiránicos y desconfiados, aunque sensibles, solitarios y melancólicos, como lo fueron también Felipe II en Don Carlos o Boris Godunow. Una vez terminada su despedida, Wotan convoca al Dios del Fuego, Loge: las llamas del fuego mágico emergen, se expanden y aumentan, luminosas y danzantes. La flauta piccolo y las arpas se combinan con los arpegios en triples corcheas de los violines, todo coloreado por toques de carillón y triángulo. Del conjunto de maderas y trompas emergen los motivos de Brünhilde dormida y del Sueño mágico, mientras que Wotan canta el tema de Siegfried. Las sonoridades se atenúan progresivamente para dejar lugar a un murmullo centelleante, junto a la Renuncia al Amor y al Motivo del Destino.
Y el Dios, olvidando su divinidad, se convertirá en vagabundo a través de unos dominios que se desmoronan… en busca de aquello que le muestre una esperanza, que convierta la esperanza en algo creíble… Aquello que el fuego ha convertido en impenetrable: el Amor al que él, el Dios, también ha renunciado…
La Valquiria, de Richard Wagner.
Del 12 al 28 de febrero en el Teatro Real de Madrid.