Hay jinetes de luz en la hora oscura
Jaime García-Máiquez | 20 de diciembre de 2020
La visión de un Bécquer luchando con su hermano mayor por la tradición desde un romanticismo ilustrado muy personal, escogiendo la piedra angular del arte conservado en España, puede parecer tan insólita como verlo paseando abstraído con una escopeta cargada a la espalda.
A la imagen que tenemos del Bécquer poeta le pasa como a la del Murillo pintor: nos enfrentamos a ella con el prejuicio de un tópico, que nuestra primera impresión no hace más que corroborar. Esta imagen, o mejor dicho «postal», es la de una estética infectada de sensibilidad afectada, que, ahorrándose el laberinto de la razón o la cultura, quiere llegar a nuestro centro por el atajo del corazón.
Habría que recordar sin más aquella frase suya, que ha dado título incluso a un libro crítico (Pere Rovira. Pre-Textos. Valencia,1998): Cuando siento no escribo, clavando de esa forma un puñal helando en el núcleo ardiente de su propio tópico.
En la primera carta de las Cartas, el autor echa un vistazo a su habitación y describe, colgada de un clavo como si fuera un cuadro, la cartera de dibujo, y en un rincón «la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado bastante y no he matado casi nada». Una escopeta para matar a las bestias del campo, pero también hay que suponer que para defenderse. El «mucho» es bueno, el «bastante» magistral, el «casi nada» insuperable.
Impresiona un poco ver al frágil Gustavo Adolfo Bécquer con una escopeta; digamos, más apropiadamente, que impacta. Sobre todo si lo imaginamos solo como el creador de las Rimas, y no en su faceta de periodista… Con el periodismo de por medio cambian las cosas, y creo que el más bucólico de los poetas líricos del siglo XXI empieza a escribir artículos en un periódico y… No sé, al año y medio se ha podido echar al monte perfectamente con una M4-Super.90 a la espalda.
A Bécquer de periodista le fue bien, muy bien. Es en la faceta en la que lo reconocerían sus contemporáneos, incluso sus amigos íntimos. Alcanzó prestigio escribiendo artículos costumbristas al estilo de Larra, llegando a puestos de indiscutible notoriedad como director de algunos de los más importantes periódicos de su tiempo.
En este contexto es donde podemos dar en el blanco, o -dejando la escopeta a la espalda- encarnar de una manera más evidente lo que fue el trasfondo moral de sus sentimientos políticos. Todavía en Sevilla, por ejemplo, en la obra Los contrastes/ o Álbum de la República/ de Julio de 1854./ Por Un Patriota, Gustavo Adolfo y su hermano pintor, Valeriano, se reían de aquellos subversivos liberales que hacían su revolución. Y en Madrid, el 16 de diciembre de 1865, deja la dirección de El Contemporáneo por el posicionamiento del periódico en contra de los conservadores Narváez y González Bravo, como ha recordado mi hermano escritor, Enrique, en Alta Tensión. Una lectura contemporánea de Bécquer (Nueva Revista, 2017).
Con estos indicadores, se entiende que el tufillo liberal de la obra La fe que salva hiciera a los especialistas sospechar que la autoría propuesta de esta pieza a Gustavo Adolfo Bécquer se tratara de un fraude, como finalmente se demostró.
Rafael Montesinos en su Bécquer. Biografía e imagen (Fundación Lara. Sevilla, 2005) lo expresa con contundencia: «Les gustará o no a sus amigos y contemporáneos, [pero] Bécquer, a través de sus diferentes escritos en prosa -cartas literarias, artículos narraciones, leyendas, etc.- dejó bien definido más que su pensamiento, su sentimiento conservador. Este sentimiento, que fue siempre limpio, constante y desinteresado, le atrajo no pocas enemistades más o menos ocultas, muchas de las cuales le persiguieron en la posteridad».
Su afán por una sacralización del mundo va unido, como no podía ser menos en un español y en un amante de las tradiciones, al catolicismoEnrique García-Máiquez, Alta Tensión
«Su gran designio práctico -resume Pageard en Bécquer. Leyenda y Realidad (Espasa. Madrid, 1990)- fue la creación y animación de periódicos y colecciones capaces de elevar la cultura de sus contemporáneos, con objeto de revalorizar la tradición española».
En ese objetivo hay que situar Historia de los templos de España (1857), donde Bécquer aúna su particular visión del pasado, de nuestra historia, de la sensibilidad ante el arte, la verdad o lo sagrado, en un único libro total en el que, con astucia ilustrada y ambición romántica, actúa como «eje de diamante -son palabras del propio poeta- la tradición religiosa sobre la que gira nuestro pasado». No creo que estuviera muy alejado de esta misma idea aglutinadora La locura del genio, el estudio que pretendía hacer sobre el Greco.
Ha escrito con Alta Tensión alguien tan a tener en cuenta como García-Máiquez (Enrique, claro), que «su afán por una sacralización del mundo va unido, como no podía ser menos en un español y en un amante de las tradiciones, al catolicismo». Es en ese mar donde acaba desembocando su torrente vital, enriquecido por afluentes de sensibilidad, tradición, cordura y patriotismo.
La visión de un Bécquer luchando con Valeriano, su hermano mayor, por la tradición desde un romanticismo ilustrado muy personal, escogiendo la piedra angular del arte conservado en España, puede parecer tan insólita como verlo paseando abstraído con una escopeta cargada a la espalda. Es una imagen impactante, y también muy aleccionadora, necesaria diría yo.
Desde los hermanos Machado y Juan Ramón Jiménez, pasando por Luis Cernuda hasta José Mateos, sus sucesores han explorado sin tregua la lección simultáneamente popular y experimental que conserva la obra de Gustavo Adolfo Bécquer.
Lo sobrenatural en Bécquer gravita en buena parte de sus ficciones. Es una situación numinosa que trasciende el plano de lo real y nos envía al inquietante abismo de lo fantasmático, donde se produce la conexión entre el mundo humano y el transfísico.