Hay jinetes de luz en la hora oscura
Armando Pego | 19 de abril de 2020
José Jiménez Lozano esquivaba, con acierto, el halago tan peligroso de ver ensalzado en su obra un magisterio «privado» que, no obstante, a tantos nos consolaba.
Hace unos meses, estrenaba en eldebatedehoy.es los primeros trazos de este Petit Clairvaux quincenal. Quería moldearlos bajo la ejemplar huella del Petit Port-Royal de José Jiménez Lozano. Tan así era que, como escribía en unas líneas recientes, la noticia de su muerte me ha alcanzado con la tristeza del lector tardío y con la esperanza del lector póstumo. Tarde y esperanzado, disculparán los lectores que me disponga a escribir esta nota póstuma como si fuera una endecha íntima y prosada por su memoria viva.
El autor de Los cementerios civiles esquivaba, con acierto, el halago tan peligroso de ver ensalzado en su obra un magisterio privado que, no obstante, a tantos nos consolaba. El verdadero maestro no es quien sabe más, ni mucho menos quien ve reconocido ese saber con medallas y honores, sino quien sabe cómo ponerse en peregrinación, solo y a pie, sin salir a veces de una estancia muy escondida, tras lo desconocido que nos anda esperando a cada uno en nuestra compartida singularidad.
Jiménez Lozano mantuvo hasta el final su delicada costumbre de enviarle a un desconocido, como era mi caso, unas líneas de agradecimiento si le llegaba noticia de que hubiese publicado algún texto sobre sus escritos. Con discreción maravillosa, no exenta de una reserva irónica, solía reconvenirme que lo sobrevalorase. Casi se sentía en el deber de advertirme que no me entregara en demasía a mis fantasías cistercienses, como si temiese que su escritura pudiese arrastrar por entusiasmo la vida malinterpretada de alguno de sus lectores.
Como Jiménez Lozano había demostrado en tantos de sus relatos, es preciso haber leído muy a fondo a Cervantes, conversando largamente con cada una de sus páginas, para que alguien pueda llegar a oír en la vida, como en la escritura, el tintineo de lo ideal que pone a prueba y a riesgo lo mejor de un ser humano cualquiera. Como pertenecía a la generación de mi padre, jamás habría podido yo expresarle hasta qué punto agradecía la cuidada libertad y la exquisita prudencia de su bien medida distancia.
Así como entre padres e hijos o entre maestros y discípulos, se establece también un hilo enigmático y sutil entre los autores y los lectores que nuestra época, aun hiriéndolo, no ha logrado romper. Llámesele “vínculo” o “transmisión”, los poetas siempre han atisbado en él la fuerza creativa de la “imagen”. Con ella va tejiendo el espacio total y simbólico donde los lectores nos asomamos, en un instante abismal y perpetuo, al secreto más profundo de nuestros deseos.
Tal experiencia acrecienta el anhelo de una plena posesión que parecen desmentir y solo redimen sus detalles más insignificantes y silenciados. Bien pudiera ser que el Juicio de la Creación consista en la lectura definitiva que Dios realice de los padecimientos que la humanidad no ha cesado de infligirse y de sufrir. A escala caída y sin nostalgias imposibles, como un aprendiz humilde e inquieto, el autor regresa a sus obras en la mirada que, línea a línea, va musitando cada uno de sus lectores, como si fuera convocado del modo más pleno a su creación cuando su ausencia sea ya irreversible y ya nada pueda darle sino el amor que todavía aviva en ella.
Bajo el peso de estas reflexiones, he regresado, póstumo, como una inesperable primera vez, al último volumen que Jiménez Lozano publicó antes de morir. Me refiero a la reedición conjunta de Precauciones con Teresa (2015) y El mudejarillo (1992). He experimentado la maravilla de caer en la cuenta fulgurante que los olvidos de las lecturas previas suelen dejar como una esperanza suspendida.
Convivencia no solo es estar unos junto a otros, sino vivir los unos con los otroJosé Jiménez Lozano
En la tarea que emprenden sus narradores me he detenido a observar los rastros de esa búsqueda de lo real absoluto que transparenta, como el cielo espiritual de Castilla, la mística tan distinta de esos tres abulenses. “Todos ellos pertenecían a una sociedad, y, sin embargo, no pertenecían; vivían en ella y no vivían”. Como Pedro Ruiz de los Yébenes o como ese escritor privado que hace y rehace su manuscrito en una camarilla, el lector también quiere guardar la noticia “de las cosas de sus adentros o de memorias de otros […], mirando y preguntando nonadas o cosas que parecen migas de pájaro, que nadie repara en ellas”.
Reemprende así el camino de aquel sentido innombrable que se esconde, desnudo y ausente, tras los símbolos más elementales, como si al final de la jornada pudiese uno llegar a beber el agua luminosa del Paraíso yendo de Ávila a Duruelo pasando por Alcazarén o quién sabe por dónde; tal vez, junto a Claraval también.
El discípulo suele imaginar aquello más suyo que el espejo del maestro, como en el remanso de un río, le impulsa a redescubrir en sus adentros, a solas. Me conformaría si, escoliasta, tan solo lo haya glosado a tientas.
Lo que deja escrito Jiménez Lozano es inabarcable, pero aun más lo que leyó, gracias a lo cual nos hizo una historia apasionante del conflicto decimonónico entre la razón y la fe, la ortodoxia y el modernismo.
José Jiménez Lozano desvela en su obra “La querencia de los búhos” lo que el silencio oculta.