Hay jinetes de luz en la hora oscura
Armando Pego | 17 de octubre de 2020
Ignacio Peyró publica Ya sentarás cabeza, su primer y amplio volumen de diarios que construye el relato de una época a través de los ojos de un joven periodista.
Aparte de haber descubierto, como tantos otros, la singular mirada de un autor forjando su estilo, en los últimos años las lecturas de los libros de Ignacio Peyró han ejercido sobre mí un poderoso efecto. Han logrado proyectarme como lector a mundos imaginarios muy personales durante esa experiencia única, solitaria e intransferible en que consiste el acto de leer.
Ya sentarás cabeza
Ignacio Peyró
Libros del Asteroide
576 págs.
24,95€
Mientras en las casi mil páginas de su diccionario inglés de Pompa y circunstancia (2014) observaba a Peyró cumplir su Grand Tour en compañía de Brummell y Churchill o de Burke y Ruskin, no podía evitar sentirme un artesano recusante atravesando la campiña de Lancashire para asistir a una misa clandestina de Robert Southwell. Ante el banquete de Comimos y bebimos (2018), mientras daba cuenta de una tortilla sequita y un vaso de Chablis, a un novicio de Godofredo de Auxerre le llegaban a su refectorio los ecos de las canciones del goliardo Peyró por las coctelerías de Madrid.
Ha llegado ahora a las librerías su primer y amplio volumen de diarios, Ya sentarás cabeza. Cuando fuimos periodistas (2006-2011). De nuevo se ha producido ese extraño efecto que me hace ir retrocediendo siglos. Recoge en una de sus entradas: «No solo es que la cultura esté hoy extramuros: es donde debe estar. Estamos en el siglo V, Ignacio, me comenta un amigo». Bajaré entonces desde Subiaco, a una de cuyas cuevas se retiró Benito de Nursia, a observar algunas teselas dispersas de esa Roma en almoneda que fatiga nuestro diarista.
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En el caso de Peyró, hay que andarse con mucho ojo a la hora de establecer filiaciones. Que si Josep Pla, que si Julio Camba, que si Valentí Puig… Sus diarios dan y darán en el futuro mucho juego a este tipo de debates. En una época obsesionada por construir «relatos», la presentación de una época concreta a través de un joven periodista en busca de su lugar en la vida toca, inevitablemente, las vigas del edificio canónico que su propia generación está intentando construir, aunque sea por simple ley de sociología literaria.
Lejos de esos focos, no debería pasarse por alto que Peyró es también un alquimista de las palabras. Capaz de embriagar a los lectores-turistas que acuden a él en busca de las pociones verbales que destila con exacto desenfado, deja escondidas posibilidades simbólicas de ese mundo que ha convocado. Al menos otros tres nombres me han asaltado al final del libro: Leopardi, Séneca y Morand. Apenas pudiendo contener destellos soterrados de intenso lirismo y consciente de sus contradicciones morales, en la finca extremeña a la que suele retirarse en vacaciones no es raro verlo acudir a las Cartas a Lucilio. En ellas parece meditar con tranquilidad la mala conciencia que no cesa de provocarle el deseo de seguir apurando las delicias compensatorias de sus Venecias.
El autor asegura: «Creo que el único mandamiento del escritor es no explicarse -no hacer metaliteratura». Sin embargo, va dejando indicaciones aquí y allí sobre cómo entiende su oficio de escritor. Obliga así a su lector a preguntarse, aun a tientas, a dónde se dirige esta obra que, con el nombre de diarios y agavillando materiales narrativos diversos, podría ser el inicio de una novela-río. Lo había intentado ya con Pompa y circunstancia. En Comimos y bebimos ensayó el tono. Sólo con los siguientes volúmenes de sus diarios podrá confirmarse o no esta suposición.
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Me arriesgaré a equivocarme. Creo que el asunto central del libro gira alrededor de la voz del protagonista: «¿Quién es ese que quiere decir yo?». Si en una lectura realista los pasajes dedicados al Opus Dei o a la redacción de Intereconomía pueden provocar aquí y ahora o vítores o abucheos, una lectura metaliteraria exige plantearse si no nos enfrentamos con un modelo antienfático, y declaradamente antiexperimental, de «novela lírica» que convierte la percepción histórica en una red de imágenes vitales.
Aunque estuviese incurriendo en la mera especulación -¿en el delirio controlado que implica cualquier acto de lectura?-, intuyo en el personaje de Peyró la sombra irreverente y vulnerable de Stephen Dedalus que huye de la educación jesuítica y que aspira a triunfar, como él, en el periodismo y en la literatura. Algo más me ha llevado a pensar también en Stendhal, el gran modelo de ese mundo modernista del primer tercio del siglo XX que tanto admira nuestro autor. En la evolución de su personaje he avistado la lucha de Fabrice del Dongo por no acabar disuelto en la figura de un Julien Sorel que acaba asumiendo con embriagada excitación un destino monclovita que sabe incierto.
Quizás tenga razón Julien Gracq al opinar que «muy a menudo la crítica […] busca unas simetrías, unas armonías de agrimensor, cuando todos los secretos operativos destacan exclusivamente por la mecánica de fluidos». ¿Debería haber advertido que esta reseña pertenece al género de la ficción?
Unas recomendaciones muy francesas. El cocinero y la ostra, ópera prima de Lucía Núñez ambientada en el reinado de Luis XV. El espejo de nuestras penas, final de la trilogía de entreguerras de Pierre Lemaitre. Cuestionario Proust con la escritora Espido Freire.
La serie de artículos más larga de todas las colaboraciones periodísticas del creador del Padre Brown.