Hay jinetes de luz en la hora oscura
Jaime García-Máiquez | 16 de octubre de 2020
Este año se celebra el centenario del nacimiento del último gran poeta maldito del siglo XX, Charles Bukowski, el oscuro reverso literario del sueño americano.
Heinrich Karl –que era su nombre de bautismo- Bukowski nació en Andernach, un pequeño pueblo alemán al norte de Fráncfort, el 16 de agosto de 1920. Era hijo de un sargento norteamericano de ascendencia polaca y de una costurera de origen alemán. La crisis económica tras la I Guerra Mundial «expulsó al paraíso» de los Estados Unidos a la familia, primero a Baltimore y luego a un suburbio de la ciudad de Los Ángeles.
El padre era un hombre áspero, con aires de superioridad, desdichado y violento, que pegaba con asiduidad a su único hijo, un niño complejo y acomplejado. El acné agudo que sufría «le ocasionaba forúnculos tan enormes que tenían que ser abiertos con un bisturí eléctrico, dejando profundas cicatrices en un rostro que parecía devastado por la viruela» (F. Pivano, 1982). A veces tenía que volver del hospital «con la cara vendada como si fuese una momia, ante el horror de niños y curiosos» (N. Azancot, 2020), refugiándose en la biblioteca para leer. Esos libros fueron como un clavo ardiendo donde agarrarse, pero aquellas circunstancias lo hicieron un solitario, un misántropo etílico, un rechazado crónico.
A los trece años, nuestro enfant terrible empezó a beber con asiduidad, escapándose de casa muchas noches. En los bares de mala muerte no lo miraban, y el alcohol creaba el efecto mágico de borrarle el rostro. A la vuelta y revuelta de una de esas madrugadas autodestructivas, defendiéndose de una paliza, pegó a su padre un puñetazo que casi lo deja KO, como recordaba con sarcástico orgullo una y otra vez en las entrevistas.
En el bachillerato no tuvo más que unas notas mediocres, y los estudios de arte, periodismo o literatura en la Universidad de Los Ángeles los abandonó para imitar al protagonista de la novela Pregúntale al polvo (John Fante, 1963), llamado Bandini, un joven aspirante a escritor que en los tiempos de la Gran Depresión se dedica a recorrer los Estados Unidos.
Desde ese momento, la existencia de Bukowski puede resumirse con el título de uno de sus libros autobiográficos, La senda del perdedor (1982). Alcohol, sexo, prostitutas, trabajos miserables, indigencia total, soledad, rechazo personal y literario, Nueva Orleans, Philadelphia, Nueva York, San Luis, Atlanta, feo, enfermo, pobre, antipático. En definitiva, un metro ochenta de basura humana al que rechazan todas las mujeres y todos los editores.
Lo arrestaron en un andrajoso rooming house de Philadelphia por evadir el servicio militar obligatorio, pero cuando lo evaluaron los psiquiatras del ejército lo declararon «no apto», lo calificaron como una conflictiva «persona de tendencias antisociales».
A Rimbaud le acabaron amputando una pierna. Van Gogh se cortó la oreja. Bukowski entró en coma etílico en un hospital de Los Ángeles con una úlcera sangrante que a punto estuvo de costarle la vida. Es el precio del malditismo
A Rimbaud le acabaron amputando una pierna. Van Gogh se cortó la oreja. Bukowski entró en coma etílico en un hospital de Los Ángeles con una úlcera sangrante que a punto estuvo de costarle la vida. Es el precio del malditismo. No del esteticista con el que algunos intentan ennoblecer su curriculum, de ‘escaparate’, sino el que nace de un sentimiento de desarraigo profundo, absoluto, que en el caso del arte solo es capaz de salvarlo, de resucitarlo, de darle sentido un talento singular, el alma en llamas de un genio puro, loco, inocente, víctima y mártir. Bukowski salió del hospital ardiendo en deseos de escribir poesía, y no dejó de hacerlo compulsivamente hasta su muerte, cuarenta años más tarde.
En 1970, cuando el escritor aún no tiene los cincuenta años y apenas ha conseguido publicar unos pocos relatos, artículos o poemas en alguna revista literaria, el editor John Martin le ofrece un sueldo de cien dólares mensuales para el resto de su vida si dejaba su trabajo y se disponía a ser escritor profesional para su editorial Black sparrow books: «Tengo dos opciones, permanecer en la oficina de correos y volverme loco… o salir fuera a jugar con ser escritor, y morirme de hambre. He decidido morir de hambre».
John Martin le propuso, ya que la poesía ni se lee ni se vende, que intentara escribir una novela. No había pasado ni un mes cuando Bukowski le entregó el manuscrito de Post Office (1971). El atónito editor le preguntó que qué lo había llevado a conseguir semejante proeza en tan poco tiempo, y el escritor le contestó sin pensárselo dos veces: «El miedo».
Tengo dos opciones, permanecer en la oficina de correos y volverme loco… o salir fuera a jugar con ser escritor, y morirme de hambre. He decidido morir de hambreCharles Bukowski
En su primera novela está ya todo Bukowski: autobiografismo escatológico, ironía narcisista, despilfarro de alcohol empapando cada página, sexo y por tanto la falta absoluta de cualquier meta, violencia, cinismo y desesperación, carcajadas y aullidos.
Pero, entre tanta ebriedad de la derrota, la agilidad fibrosa de su escritura, la creación de contextos sin un solo exceso retórico, la autenticidad de ese pesimismo sin salida… lo que convirtieron al libro, al propio Bukowski, en un insólito maestro del lenguaje, en uno de los más límpidos representantes del Realismo sucio.
Como poeta, Bukowski es claro y directo, de un brillo ciego a la vez que frágil, con un don minimalista para la elipsis que combina una tosquedad harapienta y un humor fino, de una crudeza extrañamente teñida de lirismo. La observación metódica de la rutina lo lleva como a una suerte de laboratorio en el que entran en juego verdades esenciales de la vida humana, que en el acto creador se liberalizan, se exorcizan.
No es poesía social ni reivindicativa al estilo de la Generación Beat (a los que consideró «grandes charlatanes a los que les gusta hablar para la galería»), sino una especie de monólogo infinito –escribió más de dos mil poemas- de un vagabundo desalmado y sensible.
Pero ¿merece la pena leer esta montaña de basura? Bukowski tiene el embrujo vertiginoso de los abismos, el encanto de ruina o vanitas de los vertederos, la belleza herida de muerte de los suburbios. Ahora que celebramos su centenario, no está de más echarle un vistazo, entregarle, al cruzárnoslo, la limosna de nuestra atención piadosa, como a ese monstruo de la literatura, como al poeta laureado de los bajos fondos que será para siempre.
Leer, sí, a Bukowski con el veneno de su propio cinismo en la mirada, y pasar a su lado como el Dante en el Canto cuarto del Infierno, camino del Paraíso, y escuchar sus atroces poemas… «que hablan de cosas que callar es bello».
Vincent Van Gogh y sus cartas a Theo protagonizan el quinto programa especial de Cultura y Debate en tiempos de confinamiento.
Dante me ayudó a obtener la habilidad de ver el mundo iconográficamente, como una ventana a lo divino. Mi fe cristiana ortodoxa me enseña que así son las cosas, al igual que la metafísica y la filosofía tradicionales. De alguna manera, no lo había entendido como debía hasta que leí la Divina Comedia.