Hay jinetes de luz en la hora oscura
Armando Pego | 15 de noviembre de 2020
Si la modernidad barroca arranca sus bases políticas sobre el concepto de «soberanía», el universo monástico las aborda desde la categoría de «servicio».
Ante una situación actual tan grave como la declaración prolongada del estado de alarma en nuestro país, justificada en principio para combatir la pandemia de la COVID-19, se deberá seguir discutiendo sobre las consecuencias políticas, económicas y sociales de esta incierta etapa en la que llevamos ya adentrándonos desde hace demasiados meses.
Más que a refugiarme, como si fuera el sucedáneo de una huida del mundo, en estas circunstancias suelo correr a refrescarme en la relectura de unos pocos libros que tengan un aire «monacal», es decir, libros de autores con una voz propia y singular, como los de san Bernardo de Claraval o José Jiménez Lozano.
En esta ocasión he acudido a un capítulo de la Guía espiritual de Castilla (1984). En sus primeras líneas, define el Císter como «una tenaz empresa de despojo y de desnudamiento» que buscaba «la forma mínima que descubra la esencia del ser». Todo el capítulo es una delicia de agudeza moral y de sensibilidad estética.
En 1115, cien años antes de la Carta Magna en Inglaterra, los cistercienses reúnen la primera asamblea parlamentaria internacionalJosé Jiménez Lozano, Guía espiritual de Castilla
La desnudez y la pobreza cistercienses que el añorado solitario de Alcazarén rastreaba con admiración no responden a las categorías de cualquier programa político que, sin admitirlo, asumiese como imprescindibles la miseria o la destrucción, el revanchismo o la perpetuación de intereses creados. Todo lo contrario. Su exigente rigor es el de la libertad y el de la belleza más allá de las apariencias. Grave y lúdico, elabora otro arte de la convivencia. Levanta arcos y ojivas para que la luz traspase y edifique las formas que la ausencia de todo lo innecesario invita a explorar y a esperar así en su cumplimiento.
Un párrafo de ese mismo capítulo debería seguir estremeciendo, como si la tinta de sus líneas estuviese aún húmeda: «En 1115, cien años antes de la Carta Magna en Inglaterra, los cistercienses reúnen la primera asamblea parlamentaria internacional: el Parliamentum, que legisla, modifica y deroga las leyes, elige un abad general, pero puede también deponerle y controla su poder para que no lo ejerza al margen o con desprecio de la Regla o de los monjes».
Jiménez Lozano añade que ni siquiera este órgano retiene una soberanía absoluta. Las distintas comunidades monásticas pueden ejercer la objeción de conciencia individual y colectiva, sin detrimento de tres principios democráticos que empiezan a desarrollarse en esos siglos medievales: el sufragio universal y el gobierno de la mayoría, la participación en la vida común mediante el debate y el voto, así como el principio de representación.
Sería legítimo preguntarse si es este un modelo de liberalismo avant la lettre. El sustrato historicista de nuestra cultura podría permitir la sospecha. Emprendamos, por el contrario, el camino inverso. ¿En qué medida la raíz de aquella organización cisterciense resistiría cualquier transformación radicalmente secular? ¿No se habría producido en ese proceso un corte irreductible? Planteados así, los orígenes de la política moderna no se remontarían solo a la crisis del realismo metafísico en manos del nominalismo, sino que afrontarían también una cuestión «última» o escatológica. No giraría tan solo sobre el ser (meta)físico de la polis. Apuntaría también a la razón de su salvación -o su condena-.
Para el liberalismo, el hombre es un individuo. Al mundo medieval lo forja no solo el caballero, sino especialmente el monje (monachus). Si la modernidad barroca arranca sus bases políticas sobre el concepto de «soberanía», el universo monástico las aborda desde la categoría de «servicio». El Oficio divino representa una diaconía. Soberana es la ciudadanía.
De Thomas Hobbes a J.J. Rousseau, sean sus hombres lobos o corderos, el edificio institucional de pesos y contrapesos que funda el Estado moderno consiste no solo en separar la esfera civil de la religiosa, sino en crear un espacio ideal y neutro, en teoría pacífico, que recibiría el nombre de lo «público». Descartada cualquier legitimidad previa al acto fundacional de su legalidad, la fuente de su poder sería la «excepción». En la visión liberal, la «autoridad» de la Tradición solo será aceptable mientras, como letra, se disuelva en el «poder» de su espíritu revolucionario. Una vez implantado, como su mejor tarea de conservación, su cauce principal admitiría el reformismo continuo.
Ante este panorama, el Císter habría desplegado un remanente prepolítico inasimilable. Encarna en un modelo de sociedad humana, consciente de sus limitaciones, la imagen entrevista de la Ciudad celeste. Aun paradójicamente, no debiera resultar extraño que aquellas ideas democráticas medievales sigan ejerciendo presión incluso sobre las visiones enfrentadas del actual proyecto común europeo.
En Arqueología del oficio, Giorgio Agamben ha querido reducir la liturgia a una sola praxis sacerdotal. Pero la liturgia desborda la ética para anticipar, en su alabanza, una gloria por venir, que nos trasciende y que nos elevará. A su estudio me atrevería a llamarlo realismo escatológico. Quizás por ello Jiménez Lozano acababa definiendo el «nuovo stil» cisterciense de san Bernardo como «una extraña mezcla de ultrancismo y libertad».
La censura periodística contra El Norte de Castilla, dirigido por Miguel Delibes, será causa indirecta de la brillante producción literaria de autores de la talla de Francisco Umbral, José Jiménez Lozano o César Alonso de los Ríos.
La reacción de los primeros días del segundo embate de la pandemia es opuesta a la de aquellas divertidas bromas que nos acompañaron en marzo. Empieza un tiempo de zozobra, desconfianza y miedo. Un tiempo marcado por la desafección y la ruina.