Hay jinetes de luz en la hora oscura
Jaime García-Máiquez | 13 de noviembre de 2020
El problema de los premios es cuando uno envía su novela con esfuerzo e ilusión a un famoso certamen, y se acaba premiando una historia enrevesada o torpe o simplemente estúpida de una presentadora de televisión.
Habrá notado el lector en estas últimas semanas cómo se están dando a diestro, siniestro (fundamentalmente) y a mansalva infinitos premios literarios. Cada día nos sorprende, no falla, el fallo inescrutable de un jurado: el Premio Loewe, el Nacional de Poesía, Premio Planeta, el Nobel de Literatura, el Premio Nacional de Ensayo a principios de noviembre… Si la racha sigue, en unos meses los escritores que habitamos El Planeta Tierra habremos recibido uno por lo menos.
Como buen agraciado que he sido y sin duda (ejem, ejem) seguiré siendo, apoyo los premios literarios -en concreto los de poesía- con el entusiasmo histérico con el que grita un corredor de bolsa. Al fin y al cabo, mis libros se han publicado con premios, y de cada uno he aprendido una lección, he ganado una historia, atesorado unos amigos, granjeado unos pequeños dineros, alzado el trofeo de un nuevo libro…
En mi caso, el proceso creativo se forja sin remedio con los dolorosos golpes del yunque de cada premio. Hasta que no gano uno, la Providencia no me revela a las claras que el libro ya está listo. Paul Valéry escribió sobre el Proceso Creativo aquello de que «las obras no se acaban, se abandonan»; yo sólo las libero de la corrección tras el chantaje de un premio. Cualquiera diría que estoy «metido en el ajo», sí, ya, pero si uno ha ganado algunos premios literarios es porque los ha perdido casi todos.
Frente al cobijo maternal de una editorial, que apoya y mima al escritor, lo encuba, empuja o promociona, yo siempre he preferido la agresividad paternal de un premio: «Mira, hijo, lo has hecho bien, puedes usar mi apellido, te bendigo, vale, toma la pasta y lárgate de casa». Cuántos escritores inéditos e ignotos nos hemos beneficiado de ese regalo…
Los grandes premios -digámoslo ya- están siempre dados, pero en jugar contra «dados marcados» consiste la pericia de un verdadero maestro
El problema de los premios es cuando uno envía su novela con esfuerzo e ilusión a un famoso certamen, y se acaba premiando una historia enrevesada o torpe o simplemente estúpida de una presentadora de televisión. O bien cuando con medios institucionales, a través de fundaciones, asociaciones oficiales, concejalías, ayuntamientos, ministerios, con dinero público (es decir, de todos; es decir, de cada uno) se premia un sentimiento privado, privativo, de cabo a rabo incomprensible, firmado por un despeluchado poeta joven, viejo conocido del editor, amigo de los íntegros miembros de un jurado. Es en ese momento exacto cuando alguien –es evidente que un escritor no premiado en el certamen- tiene el desgarro de protestar, entremezclando en su indignación las mismas dosis de envidia que de justicia.
Para mí que en el Barroco se les llamaba a estos certámenes «Justas Poéticas» por lo que tenían justamente de injustas. Los grandes premios -digámoslo ya- están siempre dados, pero en jugar contra «dados marcados» consiste la pericia de un verdadero maestro. Si eres feo o fea, pobre o pobra (sí, se puede decir), ermitaño o ermitaña, antipático o… fea, si no trabajas para un gran periódico o si no eres un genio de la seducción literaria, no solo es que no te van a dar El Planeta, es que no te lo mereces.
Estos premios no se conceden a libros publicados, cuyo prestigio se sustenta en los análisis de la Crítica o el recibimiento del público, sino a inéditos de los que nadie sabe nada en principio, por lo que su valía se avala por el jurado, y este por el prestigio del premio, y este por la cantidad de dinero que otorga. Un absoluto disparate, que consigue que ningún gran premio tenga hoy el más mínimo prestigio literario. Los escritores sabemos esto, por supuesto, por lo que al conocer un nuevo fallo nos sonreímos con -dependiendo del nombre del agraciado- cinismo o melancolía. «Al beneficiarse casi todos los actores de un modo u otro -escribía Carlos Prieto en 2014- nadie suele levantar la liebre».
Esto desemboca a veces en un surrealismo desternillante y triste a lo Luis García Berlanga. Por ejemplo, uno de esos premios era el de Novela Ciudad de Torrevieja (2001-2011), que otorgaba al ganador más de 360.000 euritos. Una vez se lo concedieron a César Vidal, personaje que ese año de 2005 había publicado la inédita cifra de quince libros, uno por cada tres semanas y media de aquel año; eso es lo que se dice en el mundo literario trabajar como un negro. Un miembro del jurado que se llamaba Caballero Bonald dijo al público festivo, la misma noche de la entrega, que la novela era «ideológicamente detestable; dudosa, oscura y sospechosa». Ante semejante afrenta, Vidal exigió a los editores Plaza & Janés que colocaran esas palabras en la faja promocional del libro. En ese momento habría que haber gritado a lo Berlanga (o Marsé o García Martín), Todos a la cárcel (1993), pero la jugada acabó siendo un éxito editorial, como era de esperar.
Escribió Andrés Trapiello que si el Premio Cervantes se hubiera celebrado en el XVII no se lo hubieran concedido a Cervantes sino a Lope de Vega. Ni siquiera a Calderón; a Lope. Es muy probable. Basta recordar que el Premio Nobel se lo dieron a Neruda y no a Borges, el Cervantes a Rafael Alberti y no a Ramón Gaya
Con más pena que gloria, en su Intelectuales de Consumo (Almuzara, 2010), José Antonio Fortes arremetía contra la mafia ganadora de premios en general y contra mi amigo Luis García Montero en particular. Impresiona leer ahora en unas pocas líneas lo que pasó delante de nuestros ojos sin que le echáramos cuenta: García Montero (1958) le escribe en 1991 a su amigo Felipe Benítez Reyes (1960) el famoso prólogo de su libro Poesía. 1979-1987 (Hiperión, 1992); ese mismo año un amigo de ambos, Álvaro Valverde (1959), le concede, entre otros miembros del jurado, el Premio Loewe 1992 a Benítez Reyes, que al año siguiente participa en el jurado que otorga el premio a García Montero, por un libro por el que García Montero gana al año siguiente el Premio Nacional de Poesía; Premio Nacional de Poesía que le es concedido al siguiente año a Benítez Reyes, con García Montero de jurado. Ante este «vaivén de rodar de dados», a uno le cuesta hacerse la pregunta verdaderamente esencial: ¿es que acaso no se lo merecían?
Si de verdad de la buena la justicia reinara en los premios, ¿cómo no le dieron a Leon Tolstói (1828-1910) el Nobel de literatura, sino a Rudolf Christoph Eucken en 1908, o a Selma Lagerlöf en 1909? Y qué me dicen de Valéry, Nabokov, Zola, Joyce, Woolf, Borges… Lo más borgiano de que no se lo dieran fue la excusa literaria del torpe Anders Österling: es un escritor «demasiado exclusivo o artificial en su ingenioso arte en miniatura». No había premio mayor que ese: la influencia literaria de Borges había calado hasta en sus más poderosos enemigos.
Y en nuestra propia casa del libro, ¿por qué no le conceden el Cervantes a Miguel d’Ors, el más grande poeta actual de nuestra lengua, si no de todas? ¿O cómo no de dan el Nobel a Andrés Trapiello, el mejor prosista, que ha revalorizado «la literatura del yo» con sus geniales diarios, la vuelta a la sensibilidad virgiliana en su modernísima poesía, la cordura estética y moral a la crítica literaria, y la belleza juanramoniana -delicada y sencilla, es decir perfecta- a la edición de libros? Yo tampoco lo entiendo.
En un momento del Quijote, Alonso Quijano aconseja a un escritor que el premio que hay que ganar es el segundo, ya que el primero recae siempre en un «recomendado», por compromiso. Y uno redescubre, en ese gesto humilde y orgulloso, una lección moral de los que saben que los verdaderos premios están en otra parte, más allá de los premios
Pero volvamos a la realidad. Irene Vallejo ha ganado el Premio Nacional de Ensayo, Olga Novo el de Poesía, Alba Cid el de Poesía Joven, Eva González y Sandra Barneda el Planeta, y el prometedor (por siempre) Bonilla el de Narrativa… Es probable que los merezcan, aunque es seguro que alguien en la sombra los hubiera merecido más. Son así las malditas reglas del juego. Los grandes premios están muchas veces dados, pero hay que reconocer a los que ganan que los dados los suelen trucar otros.
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