Hay jinetes de luz en la hora oscura
Juan Orellana | 11 de septiembre de 2020
Se cumplen cien años del nacimiento del cineasta cuyo tono desenfadado, fresco y aparentemente ligero envuelve cuestiones existenciales de hondura antropológica, tratadas con finura y sin asomo de pedante impostación.
Este año se cumple el primer centenario del nacimiento de Maurice Schérer, conocido por su seudónimo Éric Rohmer (1920-2010), un cineasta parisino que realizó un cine marcadamente personal, a la vez que inconfundiblemente francés. Una de sus señas de identidad es el carácter humanista de sus obras. ¿En qué sentido humanista? Por un lado, porque el centro absoluto de su puesta en escena son sus personajes. Todos los aspectos de la escenografía giran en torno a ellos.
A Éric Rohmer no le seducen localizaciones asombrosas, paisajes subyugadores, encuadres virtuosos o iluminaciones deslumbrantes. Le interesa exclusivamente lo que hacen sus personajes, lo que les pasa, lo que dicen… Y el resto está completamente supeditado a ellos, a la exposición lo más precisa posible de su drama humano. Pero Rohmer es humanista también en otro sentido, más profundo, y que se refiere a la perspectiva moral de sus historias. Moral no en un sentido pacato, moralista, prescriptor de las buenas costumbres, sino en su permanente atención crítica a las consecuencias de los actos humanos. Al espectador se le ponen delante historias humanas complejas que lo obligan a un continuo posicionamiento. Los personajes toman decisiones, casi siempre en el ámbito sentimental -algo muy del cine francés- que obligan a otros personajes a tomar las suyas propias, derivándose una serie de consecuencias con las que todos tienen que hacer cuentas, incluido el público.
Desde esta perspectiva, son especialmente interesantes sus sexalogías de los Cuentos morales y de las Comedias y proverbios, así como su tetralogía de los Cuentos de las cuatro estaciones. Su tono desenfadado, fresco, aparentemente ligero, envuelve sin embargo cuestiones existenciales de hondura antropológica, tratadas con finura y sin asomo de pedante impostación. Pero esta falta de pedantería no obsta para que las películas de Rohmer descansen a menudo sobre interminables diálogos en los que se desgrana sutilmente, como gotas de rocío, la citada perspectiva moral. En casi todas estas películas hay un personaje que de alguna manera encarna una cierta inocencia, una cierta pureza primigenia, que se va contaminando –o enriqueciendo- en el contacto con los otros. Recordemos, en ese sentido, a la adolescente de Pauline en la playa, la muchacha de La rodilla de Clara o el adulto religioso de El amor después del mediodía.
Se trata necesariamente de un cine que requiere sosiego, reposo, cierto ensimismamiento. No se puede ir a él con la impaciencia que requiere un cine de acción, de montaje sincopado, de emocionante efectismo. Hay que ponerse frente a las películas de Rohmer con la actitud de quien se sienta a tomar un café con un amigo, con todo el tiempo del mundo por delante. En estos tiempos de consumo rápido, redescubrir a Rohmer tiene algo de terapia conveniente y de reivindicación del siempre necesario cine de autor.
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