Hay jinetes de luz en la hora oscura
Esperanza Ruiz | 02 de agosto de 2020
Amalia Benavente y Antonia Mengual habían decido cultivar solanáceas en el balcón. Ninguna de las dos sospecharía nunca de la trascendencia de la pequeña sequía inducida en las tomateras.
La señora Amalia Benavente esperaba con impaciencia el regreso de su vecina, la señora Antonia Mengual, del pueblo de su marido -en la provincia de Toledo-, donde habían marchado precipitadamente hacía casi un mes.
En honor a la verdad, la señora Amalia Benavente no sentía premura por las novedades que la señora Antonia Mengual pudiera traer del pueblo, no. Se trataba de un lugar aburrido, dejado incluso de la mano del diablo; los escasos habitantes que resistían en el polvoriento secarral eran demasiado viejos como para protagonizar abarraganamientos que animaran tediosas tertulias y demasiado pobres para que las herencias -y sus consustanciales trifulcas familiares- suscitaran un mínimo interés.
Lo que inquietaba a la solícita vecina era que las tomateras de la señora Antonia se estaban secando. No caía ni una gota del cielo y la sequía estaba causando estragos en las sedientas hortalizas.
Ella no disponía de las llaves del piso de su vecina. «Líbreme Dios de parecer una cotilla», solía decir Amalia. Si se hubiera ofrecido a regarlas en su ausencia, Antonia habría pensado que lo que quería era abrirle los cajones de la cómoda y husmear entre las cartas de cuando su Epifanio la cortejaba, la ropa interior y la cartilla del banco. Eso si no se imaginaba cosas peores, como sisarle un poco de detergente de la lavadora o menguar los paquetes de lentejas y azúcar.
Ambas habían decido cultivar solanáceas en el balcón, sacrificando el hueco de algunos geranios, para no tener que acudir a ninguna de las fruterías de pakistaníes que habían invadido el barrio. La señora Benavente luchaba así contra la financiación de células terroristas de Singapur o más lejos. La señora Mengual por su parte, porque estaba segura de que el frutero le miraba el trasero de manera concupiscente.
Efectivamente, Epifanio, el marido de Antonia Mengual, le había planteado a esta la necesidad de viajar hasta su localidad natal en aras de conocer, de primera mano, su situación en el testamento de tía Ambrosita. Por lo visto, el albacea le exponía la conveniencia de desplazarse, ya que, según leía entre líneas Epifanio, el resto de herederos maquinaban sucias jugarretas amparadas por una dudosa legalidad vigente.
En cuanto Epifanio mostró la carta -recibida hacía casi un mes- a Antonia, esta puso el grito en el cielo, lo llamó «vago», «pánfilo» y «panoli» e hizo las maletas en menos que canta un gallo. Durante las seis horas de trayecto en el Renault 12, la señora Mengual no dejó de sermonear a su marido ni un segundo. Le recordó que su prima Sagrario era una arpía, que vivía en pecado por no dejar de cobrar la pensión de Ildefonso -un santo en vida- y que estaría moviendo Roma con Santiago para quedarse con la mantelería de Portugal que guardaba la tía en la alacena, cuya llave estaba escondida en un lugar que solo había confiado a D. Gerardo, el cura. Le repitió su condición de tontolaba hasta la saciedad y le preguntó, retóricamente, si creía que con esa cachaza que se gastaba iba a llegar a algún lado. Finalmente, cuando ya debía andar un tanto mareada a consecuencia de la falta de oxígeno por hablar tan deprisa y sin descanso, usó la palabra «indolencia» para espetarle que tampoco quería ella hundirlo. Que su pachorra tenía su lado bueno, que cuántas veces le habría salvado de los otros seis pecados capitales.
Las curvas que había a la entrada del pueblo, y que Epifanio tomó con inquina y en cuarta, acabaron por dejar a Antonia fuera de combate, lívida y con la cabeza dentro de una bolsa de Simago que encontró en la guantera.
Una vez en destino, se olvidó de su marido y dirigió sus peroratas a vecinas, parientes lejanos, y abogados patrimonialistas.
En cuanto se produjo el regreso del matrimonio Mengual a la ciudad, la vida recobró su cadencia amable y parlanchina y las tomateras, su tono e ímpetu.
Las vecinas volvieron a compartir horas de comadrería a través del Plexiglás que separaba las terrazas de sus pisos.
Pero ninguna de las dos sospecharía nunca de la trascendencia de la pequeña sequía inducida en las tomateras de la señora Antonia Mengual por la visita al pueblo de Toledo. En ese tiempo y ante esas circunstancias, las raíces de las plantas se habían visto obligadas a aceptar la colonización por unos hongos que, a cambio de azúcares, formaban micorrizas y colaboraban en la obtención de agua y minerales.
La simbiosis de raíces y hongos se forjó, en un principio, en las tomateras de la señora Antonia, pero con el tiempo se extendió a las de su vecina.
Ninguna de ellas tenía idea de que, bajo el compost de sus cultivos, se estaba formando una auténtica de red de comunicación que acabaría con su cháchara vespertina para siempre.
En efecto, las tomateras «hablaban» entre ellas. Al principio, solo hacían el esfuerzo de comunicación para advertirse necesidades de supervivencia: «No consumáis más agua hoy porque mañana no riegan, se van al bingo», “Segregad peroxidasa, que creo que tengo una infección”.
Pero pronto empezaron a mejorar el nivel de su discurso y a aunar esfuerzos con un único objetivo: acabar con aquellas dos marujas cotillas que les hacían las tardes insoportables. Solo necesitaban ajustar dosis de hormonas y enzimas para que una ensalada de tomates hiciera su trabajo.
Aquellas pobres plantas habían escuchado ya de todo. Sabían al dedillo la vida de los habitantes del vecindario, los cotilleos del pueblo, los pormenores del testamento de tía Ambrosita, los análisis geopolíticos que la señora Mengual hacía tras la edición de mediodía del telediario y los asuntos de entrepierna de los personajes de las revistas del corazón que la señora Benavente explicaba entre susurros a su vecina.
Las cosechas con agua y fertilizantes no necesitan recurrir a las micorrizas para asegurar la supervivencia, pero las tomateras de la señora Mengual habían sufrido las consecuencias de la sequía. El desenlace sería fatal, los frutos contendrían dosis letales de quitinasas, lipoxigenasas y glucanasas. Chimpún.
Ajenas a las intenciones de sus plantas, las vecinas ocupaban sus tardes atendiéndolas con mimo. Todos los días consumían tomates en gazpacho, ensaladas o guisos. Inventaban e intercambiaban recetas y pasaban horas compartiendo chismorreos mientras trabajaban en sus jardineras.
Epifanio se había acostumbrado a no consumir hortalizas ni frutas cuando su mujer las declaró proscritas, tras sentirse observada en sus exhuberancias por el tendero pakistaní y después, cuando comenzó el autoabastecimiento, aprovechó la excusa de la reciente extirpación de su vesícula para proseguir su dieta de pan, mermelada de albaricoques y latas de fabada ad infinitum.
Dos meses después, mientras se celebraba el funeral de las señoras Amalia Benavente y Antonia Mengual, aparentemente fallecidas por inhalación de plaguicida de marca blanca, a miles de kilómetros de allí, el dr. Zeng, de la Universidad Agronómica del sur de China -cerca de Singapur o por ahí-, convocaba una rueda de prensa para compartir los resultados de veinte largos años de investigación. El proyecto Seiya al fin daba sus frutos. El dr. Zeng sonrió autocomplacido por su ocurrente juego de palabras.
Al día siguiente, en todos los periódicos del mundo el titular fue: «El Internet de las plantas: las tomateras hablan».
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