Hay jinetes de luz en la hora oscura
Esperanza Ruiz | 02 de agosto de 2020
Creo que llega un momento en la vida en que uno hace una elección inconsciente entre animales y plantas. Escojan las especies adecuadas a su personalidad.
Supongo que muchos de ustedes crecieron con libros de «Elige tu propia aventura» entre las manos. Yo tenía «el Bonnier». Prácticamente eran lo mismo. Gastón Bonnier fue un botánico y ecólogo francés y el verdadero título del libro es: Claves para la determinación de plantas vasculares. Por supuesto, se trata de un manual científico, pero a mí se me antojaba una experiencia similar a la de los libros de nuestra infancia. Cuando encontrabas una planta, el Bonnier, inquisitivo, te espetaba: ¿Tiene 5 sépalos? Si la respuesta es afirmativa, pasa a la página 32. Una vez allí, te obligaba a contar pistilos y te mandaba, en su caso, a la 55. En la página 55 quería saber el color y la forma de los pétalos. Y así, siguiendo claves y respondiendo a preguntas florales, llegabas generalmente a la conclusión de que lo que habías encontrado en la cuneta de un camino rural era, efectivamente, un matojo. Una planta forrajera.
Creo que llega un momento en la vida en que uno hace una elección inconsciente entre animales y plantas. En mi caso, un día era joven y al siguiente estaba buscando en Internet cómo hacer para que mi poinsettia, la flor de Pascua de toda la vida, no pereciera después del período navideño.
Hace unos días, murió por exceso de agua. En la información que recabé en la red explicaban que era mejor su riego por inmersión, es decir, dejarlas en un recipiente con agua durante 15 minutos para que las raíces absorbieran el líquido. En fin, ya imaginan; la olvidé –por dos veces- durante horas en ese trance. Elijan plantas adecuadas a su personalidad; como ocurre con algunas personas, mis flores de Pascua parecían exuberantes, arrolladoras y apasionadas. Resultaron melindrosas y austeras.
Tras el hecho luctuoso, pensé en una salida airosa y digna a mi afición que no implicara cargarme más seres vivos. Fue fácil. Si se fijan en algunos hogares, sobre las mesitas del salón descansan libros que nadie ha abierto jamás. Generalmente, se trata de magníficas ediciones repletas de excepcionales fotografías sobre la arquitectura de Mies Van Der Rohe, la vida de Coco Chanel o el estilo de Gary Cooper. Pues bien, también los hay de plantas.
«En 1835 el navío inglés HMS Beagle fondeaba las Islas Galápago y un pasajero descubría una naturaleza vibrante y sin par que cambiaría nuestra percepción de la vida para siempre. Aquel hombre se llamaba Charles Darwin».
La naturaleza es parte de la Creación; hay que amar y cuidar a la familia.
Así acaba Botánica Insólita, un libro de excepción ilustrado por Yolanda González y escrito por el neurobiólogo José Ramón Alonso. En la cuidada edición de Next Door Publishers encontramos capítulos con títulos tan sugerentes como «Apestosa como una flor», «Hermosas que prometen sexo y luego, nada» o «A una murciélaga regálale un ramo de hojas».
Pero, sin duda, el capítulo que llamó mi atención fue «El internet de las plantas». En él se describe cómo un experimento chino demostró que las plantas del tomate colonizadas por hongos del género Glomus eran capaces de establecer una red de filamentos fúngicos que les servían para desarrollar una comunicación entre ellas. Este hecho inaudito les permitía una mejor supervivencia.
La lectura de este descubrimiento inspiró el relato Solanáceas, que espero amenice los rigores del agosto, moral y térmico, que sufrimos este año.
Porque, los tomates, son para el verano… ¿o no?
El hombre que vive al margen de la Fe ve el deseo físico como un fin en sí mismo. Tras alcanzarlo, el abismo. Sin embargo, el deseo con una finalidad mayor, sobrenatural, consigue parecerse a Dios.
De pararse alguna vez, el hombre adulto se vería sofocado por un silencio extraño, insípido, mudo, al percibir el inmediato fin de lo que ama, de todo en lo que cree y en lo que empeña sus fuerzas.