Hay jinetes de luz en la hora oscura
Javier Pérez Castells | 18 de marzo de 2021
¿Qué tendrá la experiencia del cofrade para sentir su falta con tal desaliento y abandono? El olor de una ciudad recién despertada a la primavera, los sonidos en su justo contraste y los recuerdos más antiguos, capas de barniz de la historia vital.
Una ciudad en estado de shock emocional. Así describió el año pasado un periódico la situación afectiva de la ciudad de Sevilla por la pérdida de su Semana Santa. ¿Y este año? Todavía peor, pues es la constatación de algo que empieza a convertirse en costumbre, de una pérdida más alejada en el tiempo, del desaliento, de la sensación de desesperanza de volver a la normalidad. Los cofrades tiran de recuerdos, rebuscando en su cerebro para revivir experiencias pasadas. Experiencias ricas, llenas de sensualidad y aderezadas con no pocos elementos decorativos. El olor de una ciudad recién despertada a la primavera, la frescura de las noches de los primeros días de abril, la mesurada mezcla perfumada del azahar, el incienso y la cera ardiente. Los sonidos en su justo contraste: el frufrú de los ruanes y las capas de lana blanca, la sinfonía perfecta de la brisa y la corneta, el crujido de la madera y la voz del capataz, la mirada hacia lo bajo, lo mundano, sudor y alpargata, y hacia lo alto, Encarnación, Expiración, Patrocinio.
Y, sobrepuesto a este recuerdo, los recuerdos más antiguos, capas de barniz de la historia vital. Años volviendo a la misma esquina al encuentro de lo sagrado, llenando de matices la memoria, entreverada con los acontecimientos de la vida, hijos que nacen y crecen, mayores que nos dejan. Es el resumen de lo esencial, brotando en la mente con un estallido emocional de sensualidad y sentimientos. Quizá tanta desazón sorprenda al foráneo. ¿Qué tendrá la experiencia del cofrade para sentir su falta con tal desaliento y abandono? Y, sobre todo, se preguntará el lector: ¿qué pinta este párrafo en una sección de ciencia?
Me van a permitir que, en estas líneas cuaresmales, me apoye en una pasión personal, para conectarla con unos cuantos conceptos neurocientíficos, como son la conciencia, la autoconciencia y el tiempo psicológico.
Una de las teorías más sencillas de la conciencia es imaginar el cerebro como una grabadora de experiencias, cada una de ellas acotada en forma de una unidad multidimensional. Se recuerda lo sucedido como una película que incluye dimensiones como el olor, el sabor, los sonidos, la temperatura, el viento, los gestos de las otras personas, nuestra impresión sobre sus reacciones, nuestras emociones… Todo ello queda registrado en una red neuronal. Cuanto más rica e impactante es una experiencia, más fija y duraderamente quedará grabada en el cerebro. Y esa red neuronal se hará más fuerte si volvemos a ella. Incluso se desatarán los mismos mecanismos emocionales al recordar, segregándose los correspondientes neurotrasmisores y neuropéptidos. Así pues, al recordar podremos volvernos a emocionar. Los nuevos descubrimientos sobre neuroplasticidad indican, además, que cada vez que recordamos algo modificamos la red neuronal donde está grabado, de forma que el recuerdo evoluciona, se enriquece y se matiza con el uso que hacemos de él, afectado por nuestro propio devenir vital. No es casualidad, pues, que una experiencia religiosa que nos pone en contacto con lo sagrado y va unida al disfrute sensual y artístico esté entre las más valiosas de nuestra memoria.
Todo el mundo tiene cosas en las que cree, es decir, cosas sagradas. Están seguramente asociadas a experiencias importantes, inolvidables y recurrentes. Pero, además, vivencias de este tipo ponen en marcha a la autoconciencia, que no es lo mismo que la conciencia, aunque ambos conceptos se diferencian lingüísticamente poco en nuestro idioma. La autoconciencia es ser consciente de uno mismo. Ante situaciones impactantes, sufrimos un proceso de autoobservación de nuestra mente. Estamos especialmente capacitados en esos momentos para observar lo que sucede en nuestro cerebro, por dónde van nuestros pensamientos, cómo se enroscan con los antiguos recuerdos, cómo se desatan nuestras emociones. Teniendo en cuenta que la autoconciencia es probablemente lo más exclusivo del ser humano, la conexión entre la estructura física del cerebro y el espíritu, las experiencias especiales de las que estamos hablando, son valiosísimos elementos para sentirnos genuina y específicamente personas.
La ciencia nos explica por qué nos pasan las cosas que nos pasan. Nos habla de lo importante que es cuidar nuestros mejores recuerdos, nuestros sueños e ilusiones
Sorprende que la dimensión temporal de estas pequeñas joyas de nuestro recuerdo suele ser reducida. El tiempo psicológico tiene poco que ver con la duración medible por los relojes. Cuando se tiene una pasión concreta, se sabe que hay que invertir muchas horas para encontrar la perla, el momento único. Los amantes de los toros, de la ópera y del arte en general, saben que tan solo unas poquitas de las numerosas ocasiones en las que se acude a una plaza o a un teatro sucede algo verdaderamente especial e inolvidable. Además, esto ocurre solamente en acontecimientos colectivos, porque esos momentos aparecen cuando se produce una especial conexión entre las mentes de las personas que nos rodean, aunque sean desconocidas. Los musulmanes que habitaban la península siglos atrás lo sabían bien y, cuando se lograba esa especial sintonía entre público y artista, consideraban que este último estaba tocado por la mano de Dios y gritaban su nombre: ¡Alá! Con el paso del tiempo, esa alusión divina fue deviniendo en nuestro ¡olé!, que resuena en las plazas y también en las calles de Sevilla cuando se levanta el palio de la Macarena o termina una saeta.
No he encontrado estudios científicos que expliquen lo que sucede en esos momentos especiales de comunión colectiva, pero seguramente tienen que ver con las neuronas espejo. Estas neuronas se relacionan con la actividad social del ser humano. Su función podría estar relacionada con la capacidad de entender las emociones y los sentimientos de otros. La empatía sería una activación directa y emocional de una zona cerebral. Podría ser que los cerebros de las personas que asisten a un momento de especial inspiración se disparen en zonas similares, que actúen en sintonía. El resultado sería una potente atracción que conquistaría los cerebros de todos los presentes en un disparo de emociones sinfónico. Entre otras consecuencias, probablemente se desarrolle una sensación de afectividad positiva hacia los otros. A lo mejor esa especial apertura a comunicarse con desconocidos en tales situaciones se explica así. Recuerdo algunas conversaciones especialmente simpáticas con personas desconocidas en mitad de las bullas de la Semana Santa. A lo mejor no hay que desdeñar estos eventos colectivos como elementos de cohesión y armonía social.
El cofrade busca, pues, ese tiempo escaso y valioso, la experiencia sublime. A veces de forma imprevista, otras por repetición de momentos conocidos, nuestro córtex prefrontal recibe un auténtico aluvión de señales procedentes de nuestros sentidos que seguramente saturan su capacidad de recepción. Algo así como la aguja de un dispositivo que enloquece al recibir una señal demasiado intensa. Los circuitos de recompensa también se disparan atronadoramente, liberando los compuestos químicos responsables del bienestar. Y todo ello al unísono, con los demás partícipes del momento. El momento nos habla de la unidad del ser humano. Empapados en la química del cerebro, se nos despierta la clarividencia, una sabiduría profunda en la que sinapsis y espíritu se evidencian, cuerpo y alma como expresiones de un ser único. También se manifiestan y se especifican la individualidad y la colectividad.
Yo tengo una pasión que me acompaña todo el año, aunque brille especialmente durante una semana. Con ella he aprendido a mirar, a escuchar y también a amar. Esta pasión me llena y me ha dado mucho, por eso la comparto, pero cada cual tendrá la suya. Pensar en ella me ha servido para darme cuenta de lo que soy y de cómo las cosas importantes de la vida se desarrollan en un marco físico que conecta con nuestro espíritu y nos ayuda a sentirnos plenamente humanos. La ciencia también aquí nos explica por qué nos pasan las cosas que nos pasan. Nos habla de lo importante que es cuidar nuestros mejores recuerdos, nuestros sueños e ilusiones. Están en nuestro cerebro, pero es nuestra mente la que tiene que volver a ellos para que no se borren y nos acompañen toda la vida.
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