Hay jinetes de luz en la hora oscura
Luis F. Alguacil | 08 de abril de 2021
Debemos hacer comprender a nuestros jóvenes que son muchos los susceptibles de entrar con cierta facilidad en una espiral nociva de consecuencias impredecibles y siempre negativas.
Se oyen rumores de que alguien por algún lado está por recoger las corrientes más permisivas en relación con el consumo de drogas «blandas» y plasmarlas en el BOE. No sé si será cierto, pero como cuando el río suena agua lleva, ante la eventualidad conviene recordar algunas cosas que son a mi juicio cruciales.
En primer lugar, hay que tener en cuenta que la legalización del uso de una determinada sustancia conlleva indefectiblemente una reducción en la percepción del riesgo asociado al mismo y, en consecuencia, un aumento potencial del consumo. Si nos fijamos en las drogas legales, ampliamente aceptadas en virtud de esta regla, veremos claramente que ni la prohibición de la publicidad a favor ni siquiera la publicidad activa en contra han sido capaces de contrarrestar de forma efectiva el amplio consumo asociado a su fácil disponibilidad. Considerando solo la población joven, las estadísticas más recientes revelan que en nuestro país casi la mitad de los estudiantes de secundaria se había emborrachado en el último año y que el consumo de tabaco en sus distintas modalidades no solo sigue siendo importante, sino que además está repuntando. Pongámonos así en un escenario en el que los cannabinoides (marihuana, hachís) se legalicen: desde luego, no sabemos a ciencia cierta lo que pasaría, pero entre las distintas posibilidades la menos probable sería que el consumo descendiese.
Es necesario fomentar valores sólidos que proporcionen un sentido a la vida de las jóvenes y los faculten así para eludir la tentación de embriagarse con mayor o menor frecuencia como una maniobra de escapismo fácil
En segundo lugar, la pretendida inocuidad de algunas sustancias psicoactivas, como los citados cannabinoides, no es tal, y además la gravedad del daño que pueden generar queda siempre sujeta a la vulnerabilidad individual de cada persona, algo que no sabemos predecir con exactitud. Desde luego, es cierto que en ocasiones se ha tendido a exagerar las consecuencias del consumo de estas sustancias y, así, cuando algunos educadores o divulgadores pretenden convencer a la población de que dicho consumo conlleva de forma invariable la perdición absoluta, no hacen sino un flaco favor a la lucha contra las drogas. La gente sabe bien que fumarse un porro no conduce necesariamente a la drogadicción, la delincuencia o la enajenación mental, porque frecuentemente conoce de primera mano a consumidores habituales que a veces llevan vidas relativamente normales y no siempre atracan farmacias, ni roban a sus familiares, ni están todos locos. Tratar de hacer creer lo contrario a lo que se ve no hace sino fomentar el desapego ante fuentes de información que se juzgan alarmistas o sesgadas y terminan ignorándose.
Es ineludible, por tanto, transmitir un mensaje convincente que solo puede estar basado en la evidencia: concediendo que haya quien pueda consumir drogas «blandas» sin daños irreversibles, debemos hacer comprender a nuestros jóvenes que son muchos los susceptibles de entrar con cierta facilidad en una espiral nociva de consecuencias impredecibles y siempre negativas cuando se inician en el uso de sustancias psicoactivas. Y que aún sin que aparezcan patrones de una conducta inequívocamente adictiva, prácticamente nadie se libra de padecer unas u otras cortapisas intelectuales o anímicas cuando consume, aunque algunas veces las consecuencias sean más patológicas y otras veces menos.
El tercer punto que quiero destacar no constituye una posibilidad, sino una certeza: en el caso concreto de los adolescentes, el cerebro aún en desarrollo resulta especialmente sensible a los efectos neurotóxicos de las drogas, de tal forma que su utilización en este periodo de la vida está indudablemente relacionada con un incremento del riesgo de aparición de trastornos neuropsiquiátricos en la edad adulta. Hace poco, leí en Twitter un post sumamente gráfico de un facultativo: venía a decir que quien aboga por la legalización de algunas sustancias debería pasarse antes por un servicio de Psiquiatría para familiarizarse con los brotes esquizofrénicos de chavales de veintipocos años que son directamente atribuibles al consumo de drogas. Entre ellas, los risueños cannabinoides. Son muchos los investigadores que han puesto de manifiesto la incontestable vulnerabilidad del cerebro joven, y que por tanto demandan más protección que ligereza ante estas cuestiones.
La historia nos demuestra que preconizar algo parecido a la Ley Seca puede resultar inefectivo y hasta contraproducente. Pero dejarse arrastrar despreocupadamente por la tendencia inversa, sin más, no parece mejor idea, en el caso de que estemos todos de acuerdo en que no hablamos de gaseosa o de gominolas, sino de sustancias con acciones significativas sobre la integridad psíquica y física de la población en general y de nuestros menores en particular. Así que, si hay alguien por algún lado planteándose una resolución alegre sobre estas cosas, espero que lea esto que es muy sencillo, le tiemble un poco la mano y consulte antes con cuantos más especialistas mejor.
En este escenario movedizo y amenazante, creo absolutamente necesario fomentar valores sólidos que proporcionen un sentido a la vida de las jóvenes, y los faculten así para eludir la tentación de embriagarse con mayor o menor frecuencia como una maniobra de escapismo fácil (y al tiempo peligrosa) ante el aburrimiento, la incertidumbre o la adversidad. Sean legales o ilegales los medios que tengan a mano para ello.
Evitar los peligros de las casas de apuestas es una responsabilidad compartida que se debe tratar cuanto antes.