Hay jinetes de luz en la hora oscura
Jorge del Corral | 30 de abril de 2018
La anfibología es ese doble sentido, vicio de la palabra, cláusula o manera de hablar a la que puede darse más de una interpretación, según el Diccionario de la RAE (Real Academia Española). Para el marketing y otras formas de comunicación, es un arte inventado en su día por los protestantes y utilizado profusamente en estos tiempos por diversas tribus con el objeto de confundir al consumidor y atrapar clientes. Es lo que pasa ahora denominando periodismo de investigación a lo que solo es de filtración, de venganza, de lucha por el poder y de intereses ocultos.
La caída de Cristina Cifuentes: síntomas y realidades de la pérdida de credibilidad
En su ensayo La intoxicación lingüística. El uso perverso de la lengua, Vicente Romano dice que “el lenguaje, como el terrorismo, va dirigido a los civiles y genera miedo, ejerce violencia simbólica o psicológica. Las palabras son como minúsculas dosis de veneno que pueden tragarse sin darse cuenta. A primera vista parecen no tener efecto y luego, al poco tiempo, se manifiesta la reacción tóxica”. Arthur Koestler lo decía a su manera: “El hombre es tan propenso al efecto hipnótico de los lemas como a las enfermedades contagiosas”. El lenguaje sigue siendo el arma más letal porque produce efectos más allá del significado, de ahí que el dominio de la lengua, su uso consciente, competente y correcto, deba ser una de las cualidades fundamentales del periodista. Su empleo preciso contribuye a que el periodismo sea eficaz y con ello aumente el conocimiento del ciudadano en determinados temas, reduciendo su ignorancia en ellos y aumentando así su libertad.
El penúltimo ejemplo de este uso perverso del lenguaje lo hemos visto con el vídeo del pasado 14 de mayo de 2011 sobre el hurto de Cristina Cifuentes en un local de Eroski, denominando periodismo de investigación a lo que únicamente ha sido periodismo de filtración con fines de venganza política. El verdadero periodismo de investigación ha dejado de practicarse en España y en otros países occidentales por su alto coste y por decisión de los ejecutivos de números, sustitutos de los editores de antaño en la mayoría de los medios de comunicación actuales. Pero como hay que presumir de algo, nada mejor que seguir utilizando el nombre de un excelente género periodístico aunque quienes lo practiquen ahora vayan desnudos y no sean periodistas de primer nivel, bien pagados y capaces de levantar una exclusiva cada cuatro, seis o doce meses, sino, en la mayoría de los casos, meros receptores de documentos que alguien envía anónimamente para vengarse de esta o aquella persona. El caso de la expresidenta de la Comunidad de Madrid es palmario (ojo, el medio que lo difundió, Okdiario, hizo bien en publicarlo, una vez verificada su autenticidad. Le faltó decir que se lo habían enviado). Los dos hechos que la han llevado a su ruina política proceden de sendas filtraciones interesadas en las que no ha trabajado, ni por asomo, ningún periodista de investigación. Solo un supuesto profesor despechado de la Universidad Rey Juan Carlos y un anónimo sujeto mandado por un rival político de la misma o distinta madera.
Cifuentes sigue achacando su desgracia a una campaña de acoso y derribo que, de forma implícita, atribuye a sus enemigos en el PP de Madrid. Sin duda, la conjura es cierta y viene de antiguo, pero sigue sin reconocer que ha mentido dos veces. La primera, negando en sede parlamentaria la falsedad del máster (regalado) y, la segunda, afirmando públicamente que no intentó hurtar dos cremas antiedad de la marca Olay en un supermercado Eroski. “Me llevé las cremas por error, me lo dijeron a la salida, las aboné en el momento y esa grabación se ha utilizado más allá de lo político”. No, lo hizo conscientemente, lo negó cuando la retuvo el guardia de seguridad, dijo que eran suyas y que las había traído de casa y por eso estaban en su bolso; luego, ante la insistencia del vigilante, entregó una y ocultó la otra. Al negar el hecho, se opuso a pagarlas, lo que motivó que llamaran a la Policía y, solo ante la presencia de dos inspectores (¿Quiénes eran? ¿Algún periodista de investigación los ha identificado y conversado con ellos?), que le aconsejaron que pagara los dos productos para evitar la denuncia, accedió a reconocer la falta y saldarla mediante el pago de su importe.
Cifuentes y el impactante poder de dos botes de crema en el imaginario del español medio
Otro asunto que también debe ser objeto del periodismo de investigación es averiguar por qué no se borraron esas imágenes a los quince días de su grabación, tal y como dispone la Ley de Seguridad Privada, máxime cuando no hubo denuncia porque la retenida se avino a abonar las cremas. La compañía de seguridad contratada por Eroski era la responsable de su guarda y custodia, ¿por qué no lo hizo? Y si lo hizo, ¿por qué no impidió que se hiciera una copia? La Fiscalía General del Estado y la Agencia Española de Protección de Datos, aunque en este caso no se haya vulnerado la Ley de Protección de Datos porque las imágenes son veraces y la persona afectada tiene interés público, deben intervenir de oficio por si con esa negligencia la empresa vulneró el derecho fundamental a la propia imagen, agravado en este caso con los presuntos delitos de chantaje (denunciado por la propia víctima) y enriquecimiento ilícito (del que guardó el vídeo y lo vendió después de hacer una copia), contemplados en el Código Penal. Mucho me temo que el enredo morirá con la salida de Cifuentes. Una incauta Cifuentes que no se preocupó en su momento de seguir la pista a esa grabación, impedir su copia y exigir su destrucción a los 30 días. Una política con instinto es lo primero que hubiera hecho.
Pero volvamos al verdadero periodismo de investigación, a este género que destapó mentiras y corrupciones en muchas partes del mundo, gracias a personas como Wilfred Burchett, el primer periodista occidental que visitó Hiroshima después del lanzamiento de la bomba atómica y que contradijo la versión oficial norteamericana, según la cual en la ciudad no había restos de radioactividad. Lo hizo con un artículo en el Daily Express que empezaba así: ”Martes, 16 de septiembre, Hiroshima. Escribo esto como advertencia para el mundo. Treinta días después de que la primera bomba atómica destruyera la ciudad, la gente sigue muriendo de modo misterioso y horrible, debido a algo desconocido que solo puedo describir como peste atómica”.
O a Gabriel García Márquez, que durante 14 días contó en El Espectador de Bogotá y después llevó a la novela Relato de un náufrago que, en contra de la versión oficial del Gobierno del dictador Gustavo Rojas Pinilla, el destructor A.R.C. Caldas de la marina colombiana se había hundido por sobrepeso, al llevar una carga de contrabando que el propio Ejecutivo auspiciaba. O a la unidad de investigación del Sunday Times, llamada InSight, que destapó el caso de la Talidomina, causante de efectos teratogénicos con malformaciones congénitas en fetos y recién nacidos, y que sirvió para que el fabricante del fármaco indemnizará a parte de las víctimas. O a los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein, del Washington Post, que con el caso Watergate tumbaron al presidente de Estados Unidos Richard Nixon. O al equipo de investigación del Boston Globe, denominado Spotlight, que descubrió los abusos sexuales de decenas de sacerdotes en la Diócesis de Boston. O a Anne Applebaum, que contó la historia de los Gulag, los centros de tortura y trabajos forzados del régimen comunista soviético. O a Brian Deer, que demostró que era falso el estudio publicado en The Lancet por el científico Andrew Wakefield, relacionando la vacuna triple vírica (sarampión, paperas y rubeola) con el autismo. O, en nuestro país, a los periodistas Ricardo Arqués y Melchor Miralles, que destaparon el caso GAL en Diario 16; o a Manuel Cerdán y Antonio Rubio, por sus informaciones sobre Francisco Paesa. Estos y otros asuntos que harían demasiado largo este artículo sí son periodismo de investigación. Lo de ahora, con todo mi respeto, es periodismo de filtración o de sustracción de archivos informáticos, como los casos Falciani, Wikileaks o Papeles de Panamá. Válido si se comprueban los hechos, se analizan sus datos y se valora su importancia. Pero nada que ver con el grande y costoso periodismo de investigación.