Hay jinetes de luz en la hora oscura
Álvaro de Diego | 03 de mayo de 2018
La extensión de la violencia sorprendió al símbolo de la Francia libre frente a los nazis (1940) y luego salvador de la República ante la crisis de Argelia (1958). Aquel mayo de 1968 un estadista de talla excepcional como Charles de Gaulle pareció incapaz de comprender por qué se extendían unas algaradas estudiantiles de confuso propósito y de las que expresamente se había desmarcado el Partido Comunista. No le había ocurrido lo mismo a Francisco Franco en la década anterior, consciente como fue del origen de una oposición a su régimen en la universidad. “Los hijos de nuestros amigos nos abandonan”. Esa frase, probablemente apócrifa pero muy verosímil, se le atribuyó por entonces al vencedor de la Guerra Civil española.
De Gaulle visita a Franco en 1970 poco después de su cese como presidente de la República y poco antes de morir. pic.twitter.com/BUEw1yl7TY
— Archivos de la Hist. (@Arcdelahistori) March 27, 2018
A mediados de los años cincuenta del pasado siglo nació la contestación estudiantil a la dictadura. Tras la Segunda Guerra Mundial, periodo en que coqueteó con el Eje, el régimen protagonizó una brusca sustitución de referentes. El falangismo quedó arrumbado en el desván de los trastos viejos. Los propagandistas católicos se hacían cargo de la educación y la política internacional y, en 1947, en medio del ostracismo internacional, la Ley de Sucesión convertía a España en un Reino sin monarca donde el dictador podía decidir un sucesor de estirpe regia. Ya en 1954, por vez primera, la Policía reprimió una manifestación de jóvenes falangistas frente a la embajada británica.
Para los -pocos- estudiantes que entonces ingresaban en las aulas universitarias, la Guerra Civil, en la que no habían combatido, empezaba a significar bien poco, como quedó patente en la novela El Jarama, Premio Nadal en 1955. Precisamente en octubre de ese año fallecía en Madrid José Ortega y Gasset. El entierro del filosofo liberal fue tomado como pretexto para la exhibición de posturas contestatarias y, un mes más tarde, el rector, que le había organizado un homenaje, preparó unas Reflexiones sobre la situación espiritual de la juventud universitaria. El aludido Pedro Laín Entralgo se personaría en El Pardo para advertir a su inquilino de que aquellos adolescentes reclamaban un papel que no podía reducirse al de “simples continuadores y herederos” de quienes habían ganado la guerra. Franco tomó nota y, para sorpresa de muchos, aludió en su mensaje radiofónico de Año Nuevo a quienes estaban accediendo a la universidad sin haber conocido los sacrificios de “nuestros mártires” en “la Cruzada”. A padres, religiosos y educadores correspondía, por tanto, cuidar de que no se apagase la llama del Movimiento y la “democracia orgánica (sic)”.
No obstante, los acontecimientos ya se habían precipitado. El clima universitario estaba lo suficientemente enrarecido como para que se incendiaran las aulas. Y el Gobierno no era ajeno a ello. La Secretaría General del Movimiento seguía alentando la ilusión de una falangista revolución pendiente mientras el titular de Educación, Joaquín Ruiz-Giménez, favorecía iniciativas culturales de apertura y comprensión del adversario. En las revistas del oficial Sindicato Español Universitario (SEU) colaboraban joseantonianos y comunistas, empeñados todos en un entendimiento generacional y la superación del espíritu cainita legado por la lucha del 36. Sus hermanos mayores habían tomado parte en una lamentable “guerra civil” cuya repetición había que conjurar.
Lejos de todo cliché reaccionario al uso, en aquel SEU se representaba a Sartre y se dialogaba con autores (Unamuno y los restantes del 98, Ortega, Maragall, etc.), poco gratos a la derecha católica, que denunciaba una política de permisividad que podía llevar al franquismo a una situación de almoneda. Dos opciones se pondrían en juego: la cisneriana, de necesaria reforma, o, fracasada esta, la luterana, de inevitable ruptura.
Todo estalló con motivo de un Congreso de Escritores Jóvenes en Madrid, para cuya organización el disidente Dionisio Ridruejo, amigo personal de Laín, obtuvo fondos del Rectorado. La convocatoria fue anulada cuando la Policía identificó a los organizadores como estudiantes ligados a la militancia clandestina de izquierdas, pero procedentes de la clase alta y de familias franquistas. Había surgido, sí, una oposición diferente a la de los vencidos en la guerra.
Efectivamente, a ella se ligaban Enrique Múgica, Ramón Tamames o Fernando Sánchez-Dragó, de inmediato embarcados en la celebración de un Congreso Nacional de Estudiantes que liquidara el monopolio del SEU para democratizar así la representación universitaria. Con la colaboración de los compañeros falangistas más comprensivos y avanzados, remitieron al Gobierno, el día 1 de febrero de 1956, un Manifiesto “desde el corazón de la Universidad española”. Es llamativo que ese texto se hubiera confeccionado -e incluso impreso- en las instalaciones del SEU y que sus promotores, pronto desalojados, se reunieran más tarde en La Ballena Alegre, local de tertulia de los “camisas azules” antes de la guerra. Detenidos y encarcelados, recibirían un trato correcto por parte de las autoridades.
La expresión de la disidencia acabó comportando una respuesta violenta. El día 6 se registró un choque entre estudiantes falangistas y opositores en la Facultad de Derecho, entonces sita en la madrileña calle de San Bernardo. El decano fue agredido y un alumno opositor partió una flecha del emblema de Falange (popularmente conocido como “el cangrejo”) para atizar a un adversario. El elemento fue recogido y posteriormente presentado a los superiores del SEU con la atribución de una intención vejatoria a la persona del quebrador. Al día siguiente, fuerzas falangistas no universitarias entraron a saco en la facultad, si bien resultarían repelidas por algunos estudiantes que, en respuesta, destrozarían los locales del SEU. El fuero universitario había sido gravemente violado.
Las dos Españas que se entendieron en 1978 y que no deben repetir los errores del pasado
El día 9 de febrero los acontecimientos llegaron a su clímax tras la celebración del Día del Estudiante Caído, en honor a Matías Montero, el primer estudiante falangista asesinado durante la Segunda República. Ese día confluyeron en el madrileño barrio de Chamberí dos manifestaciones de signo contrario. La oficialista del SEU, reforzada por muchachos del Frente de Juventudes, alcanzó pronto a la de los opositores de izquierda. Se produjo un disparo y cayó herido de gravedad un joven del primer grupo. Miguel Álvarez recibió un balazo en la cabeza y fue dramáticamente trasladado a la cercana Clínica de la Concepción. Muchos años más tarde, la bala se descubriría fortuita (había procedido de sus mismas filas), pero en aquel momento una sola vida tuvo en vilo a un país. “Han vuelto a matar a Matías Montero”, tituló en portada Arriba al día siguiente mientras se confeccionaban listas negras que auguraban una singular reedición de la “noche de los cuchillos largos”.
Ante la perspectiva, el decano de Derecho tomó un tren a París y muchos estudiantes pernoctaron varias noches fuera de sus casas. Sin embargo, merced a la firmeza del capitán general de Madrid, las represalias se evitaron. El Gobierno suspendió dos artículos del Fuero de los Españoles, detuvo a los organizadores del Congreso Nacional de Estudiantes y auspició una propaganda que culpaba al comunismo soviético de los incidentes. Finalmente, el 16 de febrero Franco destituía a los dos ministros que consideraba responsables de la crisis: el falangista contemporizador Raimundo Fernández-Cuesta y el aperturista y permisivo Joaquín Ruiz-Giménez. Tras acudir al “bombero fiable” que había aplacado los ardores falangistas en los años cuarenta, el arquitecto bilbaíno José Luis de Arrese, Franco confiaría al almirante Carrero y sus “tecnócratas” el nuevo rumbo del Estado. El desarrollismo económico solo pudo posponer el reencuentro de aquellos jóvenes, de un lado ideológico y de otro que, veinte años más tarde, protagonizarían nuestra Transición democrática. Tardía, pero fecunda, fue la cosecha de nuestro singular -y anticipado- “Mayo de 1968”.
Su vida política sirve para explicar el periodo que llevó a España desde la monarquía de Alfonso XIII hasta la Guerra Civil.