Hay jinetes de luz en la hora oscura
Carmen Sánchez Maillo | 20 de noviembre de 2017
Prácticamente, no hay día en el mes al que no se le asigne algún tipo de conmemoración o que se dedique a alguna causa que merezca sin duda ser reconocida. En este orden de cosas, el lunes 20 de noviembre se celebra en todo el mundo, promovido por la ONU, el Día Universal del Niño. En esta fecha, la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración de los Derechos del Niño en 1959 y en este mismo día se cumple el 28º aniversario de la Convención sobre los Derechos del Niño, aprobada en 1989. En la página web de la organización se destaca que: “el objetivo del Día Universal del Niño es recordar a la ciudadanía que los niños son el colectivo más vulnerable y por tanto que más sufre las crisis y los problemas del mundo.”
Con miras al 20 de noviembre, #DiaDelNiño, @UNICEF invita a todos los ???? a movilizarse contra las injusticias ? https://t.co/eEL0Ctqd2X https://t.co/Rs2Nal6SwG
— Naciones Unidas (@ONU_es) October 29, 2017
La bienintencionada descripción conmemorativa de la organización internacional omite, probablemente de forma consciente, que existen “colectivos” aún más desprotegidos que los niños, mejor dicho, estos mismos antes de nacer, a los que en gran parte del mundo -fundamentalmente, en Occidente- casi no se les reconoce derecho alguno y que esta misma organización internacional en su rama no dedicada a la infancia (la Oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos, ACNUDH) promueve activamente que su derecho más fundamental, el derecho a la vida, no sea reconocido, promocionando el aborto como un derecho. No es posible dejar de reconocer la legítima preocupación de esta organización por los niños, eso sí, solo si nacen. Esta percepción incompleta de la realidad del niño y de la mujer debilita tanto al niño futuro que nacerá como a la mujer que lo porta. Los derechos están sujetos a realidades y desfigurar estas supone dibujar arbitrariamente el contorno de esos derechos y, en última instancia, los desnaturaliza.
Los niños en las sociedades opulentas de Occidente se encuentran ante un escenario educativo en crisis, sin embargo, la emergencia educativa es de los adultos, no de los niños. Padres que no son capaces de ejercer su paternidad, pues ellos mismos viven en una perpetua adolescencia, generan un tipo de niño que no sabe enfrentarse al límite y al no. Niños abandonados al consumo y a la satisfacción inmediata de sus apetitos que, en definitiva, no serán capaces de enfrentarse a la realidad de la vida ni al fracaso. La paradoja no deja de ser curiosa, la falta de padres adultos impide al niño ser verdaderamente niño, esto es, sujeto de un proceso educativo que debe ser guiado necesariamente por adultos maduros que tengan autoridad sobre el hijo. En este caso, la vulnerabilidad del niño procede precisamente de la ausencia de una paternidad sana.
La sobreprotección de los hijos se combate fomentando el aprendizaje de sus errores
En la situación que describimos, la inflación de derechos para los adultos supone la reducción de derechos para el niño. La figura paterna y materna, su hábitat natural, ya no es considerada en gran parte de Occidente como su entorno preceptivo y legal. La experiencia multisecular de crecer con un padre y una madre no se valora ni se reconoce como necesidad propia del niño. La biología ha dejado de ser relevante en muchas legislaciones. Hoy ciertas minorías reivindican como derecho propio tener hijos o adoptarlos sin necesidad de las dos figuras, paterna y materna, priorizando así la ideología sobre la realidad. De nuevo, un adulto pletórico de derechos se olvida de las prerrogativas que todo niño ha tenido desde el comienzo de la humanidad para lograr su plenitud y su felicidad. En este sentido, Chesterton, con palabras proféticas, nos advirtió de que: “Este triángulo de verdades evidentes, de padre, madre y niño no puede ser destruido; pero puede destruir a las civilizaciones que lo desprecien”.
En definitiva, el bienestar de los niños es un termómetro del grado de desarrollo de una sociedad, donde hay niños tiene que haber necesariamente familia y, habiendo estos dos factores, habrá niños felices.