Escribir es el intento de poseer y de retener un poco de ese trocito de belleza revelada en el instante, casi divino, en el que el asombro vence por fin a la distracción.
Mirar la vida desde el lecho de muerte nos devuelve a nuestro tamaño de criaturas y nos aleja del espejo deformante del ego, que nos hace dioses.
Una pareja de guardiaciviles, un anciano conductor y un viaje imposible de interrumpir.
Tenemos la Navidad manga por hombro por una pandemia que nos impide juntarnos, pero esa no es excusa para no celebrar, aunque sea en esta austeridad monacal de la soledad.
Me han gustado siempre los monjes, su vida se me antoja más auténtica que la del youtuber. De modo que siempre me he preguntado si es posible vivir así en la ciudad.
Un relato navideño entre las compras compulsivas, los recuerdos familiares y el ubi sunt.
Soy tan misterioso para mí mismo, corazón; estás tan profundo, corazón; tan escondido, que necesito a alguien de quien fiarme, que no sea yo, ni seas tú, lector desconocido.
Estas fechas van a ser muy distintas para todos. Resultará complicado para la gran mayoría evitar sentir tristeza y nostalgia. Por eso me he animado a contarles una historia de Navidad, por si pudiera arrancar a alguno una sonrisa.
Como en tiempos de Bécquer, como en cualquier tiempo, los muertos se quedan solos. Pero ahora su soledad empieza antes, en la enfermedad y en la agonía, cuando la muerte aún no lo era todo pero ya se propagaba como un incendio de oscuridad.