Hay jinetes de luz en la hora oscura
Andrea Reyes de Prado | 22 de febrero de 2017
Cualquier persona está perfectamente capacitada para leer, hacerse preguntas, debatir, interesarse. Salvemos las Humanidades pero salvemos también el entusiasmo, la curiosidad que se quedó perdida.
Nadie, en definitiva, podrá realizar en nuestro lugar el fatigoso recorrido que nos permitirá aprender. Sin grandes motivaciones interiores, el más prestigioso título adquirido con dinero no nos aportará ningún conocimiento verdadero ni propiciará ninguna auténtica metamorfosis del espírituLa inutilidad de lo inútil. Nuccio Ordine
Un duelo de firme voz pero escasos oídos tiene lugar hoy a orillas del mundo. Con fe y cierta agonía se lucha porque las Humanidades no caigan definitiva e irremediablemente de sus márgenes. Tanto en un bando como en otro dicen que es batalla ilusa y perdida. Que se quedaron obsoletas, dicen los ciegos. Que son propias del ser humano y carecen, por tanto, de tiempo alguno, dicen los hipermétropes. Y de qué nos sirve, insisten los ciegos, toda esa palabrería de aire. Entonces los hipermétropes, conscientes de que las Humanidades no poseen el para que esta sociedad exige, suspiran al cielo, impotentes y agotados.
Erran ellos en la preposición, erramos nosotros en la estrategia. Por eso tiene lugar una batalla que no debería ser. El mundo es predominantemente digital y práctico, es una realidad. Las Humanidades no son algo «útil» bajo esos parámetros, también es una realidad. Las titulaciones de mayor salida profesional en España están encabezadas por ADE, Finanzas, Ingeniería Informática o Comercio y Marketing. En los últimos años, las universidades han incluido grados, másteres y doctorados inclinados hacia ese futuro que impera, como el Grado en Gestión de la Información y Contenidos Digitales (Universidad Carlos III) o el Grado en Ingeniería Multimedia (Universidad de Valencia). Mientras lo nuevo con fuerza se impone, lo «clásico», su aparente antítesis, en el mejor de los casos se intenta adaptar y encajar, en forma de dobles grados como Humanidades + Comunicación Audiovisual o Humanidades + Comunicación Digital (Universidad CEU San Pablo) o el Máster en Patrimonio Textual y Humanidades Digitales (Universidad de Salamanca). En el peor, inclinación que predomina, está claro quién pierde.
Con fe y cierta agonía se lucha porque las Humanidades no caigan definitiva e irremediablemente de sus márgenes
Las Humanidades no son únicamente conocer la Historia, pensar la Filosofía, dejarnos expandir por la belleza del Arte. Es conocer, pensar y sentir al propio hombre, pues expresa sus mayores verdades; lo universal –y es por eso que son atemporales– bajo todo aquello que llamamos Humanidades. Pero para que esto se sepa, se transmita y realmente se tenga en cuenta, debemos descender de las alturas. Acudir a los lugares adecuados, hablar los lenguajes adecuados. Descender las Humanidades. No modificarlas o endulzarlas, no seguir sustituyendo la lectura reposada y en condiciones de los clásicos por resúmenes, fichas o comentarios de texto. Descender nosotros para que puedan ser escuchadas, admiradas y comprendidas por toda persona hoy. Enseñarlas como son, a todos, desde el principio. Heroica e indispensable misión.
Mucho se ha escrito –no lo suficiente, o quizá no baste con escribirlo, puesto que leer, además, no es la actividad más habitual hoy en día– sobre la importancia de las Humanidades. Mucha letra durante largo tiempo. «Es muy notable que las cosas en nuestro siglo hayan llegado al punto de que la filosofía sea, aun para la gente de entendimiento, un nombre vano y fantástico». No lo dice alguien del siglo XXI, sino ya del XVI: Montaigne, en sus Ensayos. Mucho escrito, expuesto y defendido pero, tal vez, mal enfocado. Los argumentos de ayer hoy no todos sirven, no por ser menos válidos, sino porque el público a quien van dirigidos es muy distinto. Ha creado lenguajes nuevos y se ha instaurado en un ansia de instantaneidad y utilidad sobre la cual es complejo –y, sin embargo, vital– acoplar las Humanidades. Cuando el proceso, por otro lado, debería ser el opuesto: primero, ser persona y, después, ser trabajador. Primero, el «desarrollo general de la mente», como sintetiza Newman, y a partir de ahí, con esa base, el «estudio profesional y científico».
Sí hay duda en los demás, duda y menosprecio, provocado por el desconocimiento, la ignorancia o, peor, la indiferencia
Eduardo Mendoza, el pasado mes de marzo en el Instituto Cervantes, con su peculiar ironía acertaba al decir que, frente a esta nefasta tendencia de suprimirlas, «los que defienden las Humanidades, por otra parte, lo hacen de una forma ratonil, una defensa a la defensiva. Con la fe del carbonero («¡Las Humanidades son importantísimas!»), con blanda nostalgia («¡Aquellos tiempos!») o por pequeños intereses gremiales. Todo esto evidentemente no conduce a nada, no son razones que vayan a mover a la sociedad; no necesariamente a los gobiernos y a las instituciones, sino a la sociedad entera, a entender por qué hay que insistir en la enseñanza de las Humanidades. Simplemente, porque las Humanidades son un fin en sí mismo. No se han de defender con argumentos, se ha de enseñar Humanidades porque sí».
Son un fin en sí mismo, no hay duda. Pero no hay duda para quienes las conocen y las viven. No hay duda para quien sabe que son un imprescindible enriquecimiento cultural y humano. Pero sí hay duda en los demás, duda y menosprecio, provocado por el desconocimiento, la ignorancia o, peor, la indiferencia. Por eso, señor Mendoza (discúlpeme), si de verdad queremos preservar y demostrar el inequívoco valor de las Humanidades con resultados, no podemos quedarnos en el atril. Seguir insistiendo de vez en cuando desde la intelectualidad, desde la butaca, si se quiere, pero sobre todo bajando los peldaños y hablando en la realidad. A pie de aula, a pie de calle. Buscando no imponer desde el cómodo porque sí, argumento no válido para esta «batalla», sino convencer desde el contagio del Asombro. Como expresa Jordi Ibáñez Fanés en El reverso de la historia. Apuntes sobre las Humanidades en tiempo de crisis (2009-2015) (Calambur, 2016), «si las Humanidades no van precedidas de una preparación mínimamente sólida y no participan –y se hacen oír – en los debates con otras disciplinas o sus propuestas no son audibles para la sociedad, entonces todo planteamiento en términos de calidad, prestigio o sentido e importancia será como clamar en el desierto».
Sí hay duda en los demás, duda y menosprecio, provocado por el desconocimiento, la ignorancia o, peor, la indiferencia
Hay que ir, estar. Fomentar no solo la lectura una vez al año en un aula o un curso de escritura. Salir de nuestros círculos y zonas de confort, de nuestros debates en Facebook o presentaciones de libros. Ir adonde las Humanidades no han sido llevadas, donde no se conozcan, donde no se lea. Derruir muros y prejuicios, compartir, hacer ver. Fomentar hábitos culturales en plural, cultivar esa curiosidad innata del hombre desde el principio, desde el hogar y desde la escuela. La educación, como siempre, es la clave.
Martha Nussbaum, en su libro Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades (Katz, 2010), insiste en que el poseer conocimientos culturales e históricos y virtudes morales afianzarían una verdadera y más pura democracia. Porque las Humanidades, en toda su extensión, no solo otorgan conocimientos, sino, ante todo, conocimiento. Conciencia. Reconocer al prójimo como un ser humano; un fin y no un medio, emitir juicios críticos sobre lo que sucede a nuestro alrededor, pensar en el bien común. Comprender y formar parte realmente de la sociedad. Las Humanidades, como dijo Hannah Arendt, nos muestran cómo son las cosas. Su esencia. Conocer el presente y aspirar a cambiar y crear el futuro desde una sólida formación social, cultural y humana. Que luego nos encontramos con políticos que confunden citas de autores o se los inventan (las citas y los autores). O gente –gente-instituciones y gente-individuos– que rauda acude a sumarse (en las redes sociales, claro) a la denuncia del terrorismo o al pésame por «lo que está pasando en Siria», sin saber ni qué ocurre, ni por qué ocurre ni tener intención alguna de hacer nada al respecto. Eso también –o sobre todo– son las Humanidades: formarnos como personas.
Conocer el presente y aspirar a cambiar y crear el futuro desde una sólida formación social, cultural y humana
Porque perderá humanidad el hombre si deja que se pierdan las Humanidades. Infravalorándolas. Claro, ¿para qué estudiar algo que no sirve para nada? Algo volátil, etéreo. Si hacemos creer eso a los alumnos, se desmotivan, aburren y huyen. ¿Para qué ofertar algo, por tanto, que interesa a cuatro gatos nostálgicos? Y así se modifican, recortan y eliminan titulaciones y asignaturas. Pescadilla inconsciente que se muerde la cola. «Han caído ustedes en un error deplorable; han pensado que se ahorrarían dinero, pero lo que se ahorran es gloria», como advirtió en su día Victor Hugo a la política de su propio tiempo. Haciendo ver a los jóvenes que este tipo de estudios no les darán de comer y contribuyendo a que así sea; proyectando esa fragmentada y estereotipada imagen de gente aburrida que está en las nubes o encerrada en las bibliotecas, no perjudicamos a «los de letras», nos perjudicamos a todos como personas y como sociedad.
Descender las Humanidades, hacerlas palpables, actuales, eternas, vivas. Contagiar en quien está vacío el espíritu y las riquezas intelectuales y personales que con ellas se obtienen. No solo estudiando una carrera, pues ni mucho menos se reduce a la universidad. Cualquier persona está perfectamente capacitada para leer, hacerse preguntas, debatir, interesarse. Salvemos las Humanidades pero salvemos también el entusiasmo, la curiosidad que se quedó perdida en algún instante de rebeldía entre la infancia y la adolescencia. Porque ahí es donde fallamos: fomentar la lectura, de acuerdo, pero fomentar antes la curiosidad, la mirada. Despertar del letargo. Si a un joven, que jamás se ha acercado al arte, de pronto lo intentamos llevar a una exposición sobre Picasso, lo primero que dirá será: «Esto lo hago yo. Esto lo hacen hasta los niños. Esto es una estupidez». Se desmotiva, se aburre, huye. Pero si le enseñamos antes a mirar el arte, a interesarse por su lengua, sumergirse en su historia hilvanando movimientos, artistas, contextos y anécdotas, poco a poco irá descifrando con emoción sus misterios. Y llegará así a estar no solo preparado, sino entusiasmado, cuando de verdad se acerque a Picasso y entienda las aspiraciones de su geometría global. Si no descendemos del lenguaje rimbombante, si no empezamos por la base, no lograremos llegar.
Han caído ustedes en un error deplorable; han pensado que se ahorrarían dinero, pero lo que se ahorran es gloria», como advirtió en su día Victor Hugo
De ese modo, la pregunta del ¿para qué sirven las Humanidades?, la gran preocupación, el motivo de su exterminio, dejaría de tener sentido. Comprenderían que, si sirven para algo, es para ser mejores personas. Mejores en extensión y calidad, porque nos ofrecen conocer más y nos enseñan a conocer mejor. «Existen saberes que son fines por sí mismos y que –precisamente por su naturaleza gratuita y desinteresada, alejada de todo vínculo práctico y comercial– pueden ejercer un papel fundamental en el cultivo del espíritu y en el desarrollo civil y cultural de la humanidad. En este contexto, considero útil todo aquello que nos ayuda a hacernos mejores». Así reza la primera página del ensayo La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine (Acantilado, 2013). La balanza entre lo práctico y lo emocional, debido a esta invasiva tendencia a reducir, a individualizar a los estudios específicos enfocados a un puesto determinado y perfectamente cuadriculado, queda totalmente coja sin el componente moral y cultural. Mismamente, qué sería de series como El Ministerio del Tiempo o The Crown sin su necesario equipo de historiadores.
Privilegiar de manera exclusiva la profesionalización de los estudiantes, como escribe Ordine, significa perder de vista la dimensión universal de la función educativa de la enseñanza: «Ningún oficio puede ejercerse de manera consciente si las competencias técnicas que exige no se subordinan a una formación cultural más amplia capaz de animar a los alumnos a cultivar su espíritu con autonomía y dar libre curso a su curiositas». La mirada, de nuevo. Se dice que la labor del profesor, del antaño maestro, no es tanto enseñar cosas como enseñar a aprender. Carreras como Humanidades cumplen esa bella e ineludible labor, pues enseñan cosas: nombres, acontecimientos, historias e intrahistorias pero, sobre todo, enseñan cómo conocerlas, cómo pensar. Cómo ser libres, para que no nos engañen, o simplemente por serlo.
Que textos como el de Ordine sean leídos por profesores, rectores de universidad, ministros de Cultura. Porque, al fin y al cabo, el poder es quien ordena y manda. Pero que textos como el de Ordine y la voz de todos aquellos que amamos y sabemos la importancia de las Humanidades lleguen también a las personas y en especial a los más jóvenes. Porque esta minúscula y trascendental lucha, tan fatídicamente a los márgenes de la educación, solo se podrá ganar si hay alumnos que demandan estudiar Filosofía, Historia o Humanidades. Si hay adolescentes que se forman en la cultura. Si hay niños que, en vez de buscar pokémons, buscan leer.