Hay jinetes de luz en la hora oscura
Javier Morillas | 30 de noviembre de 2017
Los «Fueros de las provincias Vascongadas y de Navarra, sin perjuicio de la unidad constitucional de la Monarquía» acordados en el llamado Abrazo de Vergara entre Espartero y Maroto, que en 1839 puso fin a la primera guerra carlista, constituyen uno de los antecedentes que explican el actual cupo vasco. Pero, más específicamente, el Concierto económico vasco, reconocido y surgido de la Constitución de 1978, tiene su origen en 1878, consecuencia del gran acuerdo entre las propias fuerzas liberales y carlistas de las provincias vascongadas con el Gobierno central al terminar la última guerra carlista.
Hasta entonces, las tres diputaciones vascas -como Navarra- eran las encargadas de recaudar los impuestos y la creación de un cupo vasco se consideró la forma más rápida y confiable para obtener recursos de un Estado exhausto por las guerras de ultramar. Franco suspendió en 1937 el concierto económico de Vizcaya y Guipuzcoa, consideradas «provincias traidoras» al no sumarse, en 1936, al llamado «alzamiento nacional», al contrario que Álava o Navarra. Luego, el concierto económico sería repuesto para aquellas dos provincias y aprobado en la Constitución durante la Transición.
El #Pleno rechaza la enmienda de totalidad de @CsCongreso y envía al @Senadoesp el proyecto de ley de actualización del Concierto Económico con el País Vasco acordado por @Haciendagob y @Gob_eus ? NdP: https://t.co/HXMeEapqD9 pic.twitter.com/DOF17rDcIh
— Congreso (@Congreso_Es) November 23, 2017
Así, el llamado cupo vasco es la contribución que dicha comunidad autónoma paga a las arcas comunes del Estado para financiar las competencias no transferidas y que este presta en beneficio de los residentes en la referida comunidad, como Defensa, emisión de moneda, Banco de España, relaciones exteriores, prisiones o museos nacionales, entre otros. El único requisito es que la presión fiscal sea equivalente a la del resto del Estado.
Para su cálculo, las diputaciones vascas recaudan todos los impuestos en la región, IVA, IRPF, Sociedades, Impuestos Especiales y otros, para después devolver una parte a las arcas comunes del Estado. Teóricamente, el cupo debería ser equivalente al peso que la región vasca tiene en el PIB y que está fijado en el 6,24% desde 1982.
Este 6,24% de los gastos en servicios públicos pagados por el Estado alcanza algo más de los 11.000 millones de euros, aunque luego hay que hacer numerosos ajustes con una cantidad final que en los últimos años ha rondado los 1.525 millones, aunque ahora ha quedado en 1.300.
Las discrepancias, por tanto, en torno al cupo estarían:
El País Vasco tiene, no obstante, una mayor presión fiscal que Madrid, entre otras comunidades, y por su menor dimensión mantiene unas haciendas más cercanas y controlables por el ciudadano, con menor economía sumergida y que han funcionado durante las últimas décadas con notable eficacia y exentas de los escándalos de corrupción habidos en otras regiones, empezando por Cataluña.
Diversos estudios han cuantificado el privilegio financiero del sistema del concierto para la comunidad autónoma vasca en 3.500 millones de euros anuales durante los últimos quince años. Y las propias cuentas territorializadas que ordenó elaborar el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, reflejan que aquella cuenta con el doble de recursos que todos los demás. Esto es lo que se tendría que haber recompuesto, pendiente de la correspondiente negociación, como ocurre con el actual esquema de financiación autonómica, sometido a un gran margen de discrecionalidad según la correlación de fuerzas políticas en cada legislatura.
No obstante, el concierto se corresponde con el complejo proceso de reconstrucción de la nación española, que podría remontarse hasta la Reconquista, pero que debe servir para unir e integrar, más que para generar división y agravios. Es parte de nuestra rica y plural tradición histórica y forma parte de nuestro pacto constitucional.
Decisiones como la subida del salario mínimo interprofesional o el fin del diésel han provocado un incremento de costes laborales, superior al 20%, que acaban pagando los más débiles.