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Cultura

El arte de Ignacio Zuloaga . Su pintura y la Belle Époque se funden en la Fundación Mapfre

Andrea Reyes de Prado | 09 de octubre de 2017

Cultura

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Zuloaga en el París de la Belle Époque, exposición que acoge la Fundación Mapfre de Madrid, ofrece una imagen de la creación del pintor que combina un profundo sentido de la tradición con una visión plenamente moderna. La muestra ofrece más de 90 obras, entre las que se incluye la producción de artistas como Gauguin, Picasso o Rodin. Una deliciosa, completa y recomendada travesía por un universo luminoso en oscuridad.

FICHA TÉCNICA

Zuloaga en el París de la Belle Époque. 1889-1914 Fundación Mapfre. Sala Recoletos. Paseo de Recoletos 23, Madrid Hasta el 7 de enero de 2018 Lunes, de 14:00 a 20:00 horas. De martes a sábado, de 11:00 a 19:00 horas. Domingos y festivos, de 11:00 a 19:00 horas. Entrada: 3 € (gratuita los lunes)

Sitio web

España negra, luz bohemia de París. De una llevar consigo la esencia, el futuro absorber de otra. Hacer equilibrio y materia de dos lenguajes para quienes un mismo artista fue llamado. Con el objetivo de mostrar cómo Ignacio Zuloaga (Éibar, 1870–Madrid, 1945) «combina un profundo sentido de la tradición con una visión plenamente moderna», la Fundación Mapfre de Madrid expone Zuloaga en el París de la Belle Époque. 1889-1914. Un amplio recorrido por la obra de un viajante que extrajo de cada lugar aquella brizna, aquel aroma, que sentía necesitar para forjar su voz. Una incómoda iluminación es lo único que entorpece esta deliciosa, completa y recomendada travesía por el puente que fue Zuloaga. Con su contexto, sus amigos, su pasión y consigo mismo.

Zuloaga llega a París por primera vez a finales de 1889 donde vivirá, intermitentemente, durante más de 25 años. Conoce #expo_zuloaga. pic.twitter.com/xoO2tNnt5W

— mapfreFcultura (@mapfreFcultura) October 2, 2017

«Sus inicios fueron muy pobres –relata Émile Bernard, de quien Zuloaga fue gran amigo–. […] Pero en él valen todavía más el artista y el creyente que el hombre ejemplar. El artista no cree haber llegado a la cima. Se considera un estudiante, siempre en busca de la perfección, cuando es el mejor de nuestra época». Época llena de senderos que brotaban con entusiasmo y ferocidad. Época cuna de vanguardias. A ella y a su tierra madre, París, llegó el pintor vasco en 1889 desde la arraigada «España negra». Pinturas de su oscura y cotidiana sobriedad como La carta (1898-99), Víspera de la corrida (1898) o el Retrato de Mile (1895), en el que en su aire evaporado ya se percibe el simbolismo, se dejan descifrar en la primera parte de la exposición, dedicada a la frontera entre el Zuloaga anterior y el Zuloaga a partir de Francia.

Zuloaga en la capital francesa

Con la mente abierta y firmes los pinceles fue introduciéndose en el vivir artístico de la capital francesa –que compartió con Vuillard, Bonnard, Gauguin, Toulouse-Lautrec o Degas–, entre academias (aprendió de Henri Gervex o Eugène Carrière) y primeras exposiciones como las organizadas por los simbolistas en los años 1891, 92, 93 y 94. Él, ya sabemos, supo extraer de cada pequeño mundo lo que para sí deseaba, sin caer o estancarse en corriente o movimiento alguno. No fue por tanto simbolista, como ningún otro –ista, pero sí «usó algunas técnicas y recursos estéticos, como la tendencia de alargar las figuras y los ‘fondos tormentosos’, con el fin de unir forma y contenido». Obras de sus contemporáneos como Un español de Lautrec (1879), Autorretrato dedicado a Carrière de Gauguin (1888-89) o el picassiano –por su azul y forma– Mendigos españoles de Bernard (1897) nos facilitan la aprehensión de ese cuidadoso ejercicio de Zuloaga de comprender y aspirar valiosos acentos de los demás.

En esta sala, las miradas de los retratados están muy presentes. #Expo_Zuloaga pic.twitter.com/O0Ht2uVdet

— mapfreFcultura (@mapfreFcultura) September 28, 2017

A Bernard se dedica una importante sección de la muestra, tanto por su amistad –iniciada en Sevilla en 1897, ciudad donde el español se refugió durante varias temporadas en busca de un nuevo rumbo– como por la interesante mutua influencia. Comparar el Retrato de Émile Bernard de Zuloaga (1897-1901) y el Autorretrato de aquel (1897), juntos en la sala, es uno de los ejercicios contemplativos más interesantes de la exposición. Mirar sus dos formas de mirar, de mirarse, de hablar del otro a través del óleo. Igualmente notable fue su relación con el escultor Auguste Rodin, con quien intercambió cartas, viajes y obras como las aquí expuestas El beso (1882) o un busto de yeso de Gustav Mahler.

Las temáticas del retrato moderno y la «vuelta a las raíces» son las dos grandes últimas partes de la exposición, ambas extensas y muy ricas en contenido y formas. En esa búsqueda de una acertada y siempre fructífera comparación entre la obra de Zuloaga –y su progresiva definición– y la que sus más cercanos compañeros realizaban, la Fundación Mapfre rodea al primero de maravillosos títulos como el Retrato de Madame Allouard-Jouan de Singer Sargent (1884), el Retrato de Marcel Proust de Jacques-Émile Blanche (1892) o el Retrato de Madame Charles Marx de Giovanni Boldini (1896). De entre las pinturas de Zuloaga, en esta sección destacan el Retrato de Madame Malinowka (1912); pintora rusa representada frente a un hálito y un azul que evocan a Modigliani, y el Retrato de la condesa Mathieu de Nouilles, imagen promocional de la exposición.

#Expo_Zuloaga cierra con esta obra. Refleja Toledo donde se mezcla tradición, modernidad (primer plano). ¡Os esperamos! pic.twitter.com/5WP7NIqnq4

— mapfreFcultura (@mapfreFcultura) September 28, 2017

«La he representado recostada sobre un diván –desveló el propio Zuloaga– porque sé que a menudo adopta esa postura cuando fantasea». Uno, una, desea al leer esta íntima y natural confesión poder conocer los motivos, los porqués, la historia; de todos los retratos de esta galería, tan distintos en técnicas, colores e inclinaciones. Algo común habita en todos ellos: un silencio delicadamente expresivo y un aura irrompible de magnificencia. En un tono diferente, mas con el mismo enigma, una breve dedicatoria a su faceta de coleccionista da lugar al regreso de Zuloaga a su España negra, velazqueña y goyesca, seria, audaz, profundamente terrenal y costumbrista. La Celestina de Picasso (1964) o el expresionista Procesión a Penmarc’h de Lucien Simon (1900) acompañan la tristeza perdida de El reparto del vino (1900), Tipo de Segovia (1906), el ‘agrecado’ Monje en éxtasis (1907) o las Mujeres de Sepúlveda (1909). Obras de gran formato, como metáfora quizás de la gran pregunta que el pintor alzaba, como haría hoy, en pos de la identidad nacional.

Fue el propio Zuloaga un hombre en pregunta; una pregunta en sí, un caminar hecho pintura. Sobre los misterios que creaba tratando de descifrar(se) hablaba así Enrique Lafuente Ferrari: «Extraía de sus motivos la máxima capacidad de expresión, magnificándolos hasta un plano de verdadera grandeza artística y humana». Esa magia es la que hace de la pintura de Zuloaga un universo poderoso en su humildad, vibrante en su cautela y, sobre todo, luminoso en su oscuridad.

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