Hay jinetes de luz en la hora oscura
Fernando Bonete | 25 de marzo de 2017
La gran apuesta de HBO para desembarcar en España nos propone una historia materialista, violenta, sin fe en la humanidad.
La cadena norteamericana ha desembarcado en España con dos series de altísima calidad y factura técnica; dos auténticos derroches de estética y deleite interpretativo; también dos grandes ataques al humanismo cristiano: The Young Pope, de un Sorrentino excesivo, desatado en su extravagancia crítica a la Iglesia (atrás quedó la sutileza de su maravillosa y sugestiva La gran belleza); y Westworld, del mayor de los hermanos Nolan, que nos trae en su primera temporada el alumbramiento definitivo de la máquina y la revolución de los cíborg en una Nueva Era posthumana donde el hombre será asolado y caerá en desgracia.
Nada malo se puede decir de su factura técnica. La selección de iconos del celuloide como Ed Harris y Anthony Hopkins fue la materia prima perfecta para fraguar la expectación durante el lanzamiento, a la vez que una confirmación más del creciente poder de la pequeña pantalla y su atractivo para las grandes estrellas procedentes de su hermana mayor. Sumadas a las interpretaciones de los más nuevos, pero ya consagrados Evan Rachel Wood, Jeffrey Wright, James Marsden o Thandie Newton, Westworld cumple con creces en cuanto a reparto: solidez y credibilidad para todas las actuaciones.
Qué decir de la narrativa, desplegada en tiempos perfectamente medidos; repleta de subtramas: unas para confluir en el avasallador final; otras abiertas, en suspenso a la espera de resolución futura. Aplausos también a la partitura de Ramin Djawadi. Ha acompañado la inquietante intro con una lírica que pasará a los anales del silbido popular y ha dejado auténticas joyas durante el desarrollo de la serie, como la sorprendente, original y brillante instrumentación sinfónica de Paint It, Black de los Rolling Stones.
Opinión distinta merece su mensaje, un ataque declarado contra los principios y valores del humanismo cristiano. La acción se sitúa en un parque temático ambientado en el viejo Oeste, poblado por cíborg de cuidadísima apariencia humana, dotados de una inteligencia artificial cuasi perfecta y programados para no poder dañar a las personas. Los turistas que pueden permitírselo acuden a pasar una temporada de entretenimiento sin límites, viviendo nuevas experiencias gracias a las distintas aventuras y misiones ofrecidas por el parque o actuando libremente en un mundo aislado y sin leyes, donde todo, absolutamente todo, está permitido; lo que básicamente se reduce a pervertir cada uno de los diez mandamientos a base de robar, mutilar, asesinar y violar, vejar y torturar a mujeres y hombres máquina. ¿Qué sean máquinas disculpa la perversión del deseo y la maldad intrínseca de las acciones? No hay invitación a reflexionar sobre esto, solo intención de hacernos creer que el ser humano se descubre a sí mismo enfrentado a la ausencia de normas y en tal situación es, sencillamente, un salvaje. Esta es la condición humana para Westworld: absolutamente inmoral, hobbiana y morbosa.
Westworld pretende hacernos creer que el ser humano se descubre verdaderamente cómo es enfrentado a la ausencia de normas y en tal situación es, sencillamente, un salvaje
Pero hay más. Atentos a los soliloquios del doctor Ford en los episodios finales. Nos dejan perlas como esta: “El don divino no viene de un poder más elevado, sino de nuestras propias mentes”. La afirmación descarta cualquier protagonismo de Dios en el escenario de la existencia y, teniendo en cuenta la dedicación profesional del doctor Ford, es nítido el matiz neurocientificista de su argumento: la mente, la consciencia es material y medible, su exploración y estudio son asunto exclusivo de la ciencia experimental. Todo aquello de lo que somos conscientes, la libertad, la voluntad, los deseos, el amor, Dios incluido, es una reacción físico-química de nuestro cerebro que puede ser cuantificada y, por tanto, conocida y reproducida. La mente humana no es más que otro chip artificialmente inteligente.
La mente humana no es más que otro chip artificialmente inteligente, en el que no hay sitio para la espiritualidad. Dios, hombre y máquina son partícipes de una misma y única dimensión gobernada en exclusiva por la voluntad y la razón científica
Las implicaciones de esta metáfora sobre sobre la humanidad, en la que Dios, hombre y máquina son partícipes de una misma y única dimensión gobernada en exclusiva por la voluntad y la razón científica, son de nuevo perturbadoras: al igual que el hombre venció el mito representado por Dios y consiguió exterminarlo despertando del mal sueño de la fe y sus creencias, las máquinas acabarán derrotando a la humanidad superando su salvajismo e imperfección, iniciando una Nueva Era posthumana sin ataduras morales ni límites para el conocimiento, diseñada para satisfacer todos nuestros deseos.
Además de por su calidad técnica, sus actuaciones y su música, Westworld ha triunfado porque sigue a la perfección los dictados de la ideología de nuestro tiempo: la preferencia por la fantasía, la especulación con futuros mundos posibles, la promesa de una utopía, la reducción del universo a una realidad estrictamente material y fácil de digerir, la aniquilación de lo espiritual en el hombre, la neurociencia como baluarte y guía del progreso… y seguirá triunfando, pese a representar todo aquello a lo que el ser humano debe temer: un futuro sin fe, en el que la creación se convierte en destrucción y la libertad en esclavitud.