Hay jinetes de luz en la hora oscura
Andrea Reyes de Prado | 01 de noviembre de 2017
Contemplar primero, mirar después. Sentir primero, razonar después. Es lo que suele recomendarse, es en lo que suele incidirse. Que el arte –en cualquiera de sus formas y formatos– no hace falta entenderlo, que lo importante es percibirlo, emocionarse. Notar que algo ha cambiado dentro de uno, o de una, tras esa silenciosa, íntima e inesperada conversación. Luego, solo luego, si se quiere, alejarse para comprender lo que se ha visto. Preguntar, leer, informarse (y regresar para apreciar mejor los matices). Pero siempre después, después de la virginal y libre primera mirada.
Es lo que suele recomendarse. Para la pintura, la escultura, quizá incluso la poesía. Pero no tanto para la arquitectura. Porque aunque ninguna creación ha nacido ni se explica al margen de su contexto, la arquitectura es de entre todas las artes la que más depende de él. Ramón Gaya, en sus ensayos, sabe reflejar esa peculiaridad: “La arquitectura no expresa sentimientos; los refleja. Por eso, frente al Partenón mismo tenemos que evocar toda la vida griega, no nos basta la belleza de sus líneas, su perfección no es un alimento suficiente para nosotros; por eso, frente a Notre Dame tenemos que recordar un mundo, todo un mundo, todo un vivir. Y es que la emoción del Partenón o de Notre Dame es emoción de entonces, sin vida hoy, sin presente. […] La arquitectura refleja una época, un país, un gusto, un sentimiento general, es decir, todo lo que constituye el ambiente de la vida” [cita extraída de su Obra completa (Pre-Textos, 2010, pp. 745-746)].
El Espacio Fundación Telefónica de Madrid y Luis Fernández-Galiano –arquitecto, académico y director de la revista Arquitectura Viva– eran conscientes de este hecho cuando, uno como lugar y el otro como comisario, decidieron organizar, coincidiendo con la presentación pública de su Fundación en Madrid, la exposición Norman Foster. Lugares comunes. Un atractivo e interesante recorrido monográfico, cronológico y sintético que “documenta doce proyectos recientes que se hacen dialogar con otras tantas propuestas varias décadas anteriores, para subrayar la continuidad de sus inquietudes y al tiempo poner de manifiesto la variedad de sus intereses”.
The future of work: to blur the distinction with leisure | Apple Park, 2010-2017.
— Norman Foster Fdn (@NormanFosterFdn) October 16, 2017
#ExpoFoster on view until 4 February at @EspacioFTef pic.twitter.com/wO5dt7mAc8
La comunión entre pasado y futuro es seña de identidad en la arquitectura de Norman Foster, cuya carrera es de las más reconocidas y debatidas, y que ha sido galardonado, entre otros, con el Premio Pritzker en 1991 o el Premio Príncipe de Asturias de las Artes en 2009. Y es precisamente ese puente, ese diálogo (a)temporal, el hilo conductor de esta exposición: a lo largo de doce secciones, dedicadas a diferentes ámbitos sociales y técnicos (la cultura, la forma, la función, el bienestar, la movilidad), se han creado doce breves conversaciones entre, por un lado, un proyecto de su primera etapa y un proyecto reciente y, por otro, cómo el tema que los une se abordará en el futuro. Siempre, en cada sección, la fusión entre “el componente extremadamente tecnológico orientado al desarrollo típico del futuro y una conciencia de su carácter ético, social”. Siempre la percepción global del edificio y su entorno, buscando armonizar un cuerpo nuevo, funcional y estético, en un espacio con siglos de historia y movimiento. El proyecto para la bodega de Châteaux Margaux (2009-2015) o el Salón de Reinos del Museo del Prado, en plena creación, son dos atractivos modelos expuestos de ello. “Como arquitecto –afirma el propio Foster–, diseñas para el presente, con cierto conocimiento del pasado, para un futuro que es esencialmente desconocido”.
En una gran sala rectangular, blanca e industrial, aviones suspendidos vigilan los tiempos de Foster. Echándose en falta grandes construcciones como el viaducto de Millau (2001-2004), entre los proyectos seleccionados se incluyen la Torre de Collserola de Barcelona (1988-1992), el metro de Bilbao (1988-1995) y sus “fosteritos”, el Maggie’s Centre en Escocia (2013-2016) o el impresionante y casi de ciencia-ficción Apple Park (2010-2017) de California. Junto a ellos, bocetos, dibujos, planos y maquetas, tan admiradas y queridas por el arquitecto, completan la exposición y permiten un mayor y más íntimo acercamiento a cada edificio, a cada momento profesional, a cada contexto histórico, técnico y artístico. Especialmente recomendable es el documental proyectado en una pequeña sala al fondo de la gran sala, al que de forma lógica se llega al finalizar el recorrido y que, sin embargo, debería verse en primer lugar. En esta misma línea conceptual, el Espacio Fundación Telefónica, siguiendo su acertada costumbre, ha preparado una muy útil “guía de viaje” en su página web para poder tomar un primer contacto con Norman Foster –su vida y su obra, su pensamiento–, el porqué y el cómo de esta exposición y las claves de su trabajo; un trabajo enérgico, honesto e incansable que con una mano sostiene el pasado y eleva la otra, con precisión, hacia el futuro.
El iPhone 8 se presentará en la nueva sede de Apple, un sueño de Jobs construido por Norman Foster https://t.co/cSXElpMTZ6
— EL PAIS América (@elpais_america) September 12, 2017
Contemplar una arquitectura no es como contemplar una pintura. Esta alude siempre a la esencia de lo pintado, expresa lo imprescindible y trascendente de un interior. Se aísla de su alrededor y aun así sabe pronunciarlo. Sin embargo, aquella, decía Gaya, habla desde un ambiente, un caparazón, un todo exterior fundamental para su existencia. Por ello, y para poder disfrutar más de cualquier exposición sobre arquitectura –por desgracia poco habituales–, mejor es comprender antes de sentir; comprender para después sentir.