Hay jinetes de luz en la hora oscura
Andrea Reyes de Prado | 17 de febrero de 2017
El blanco no existe, es h muda en Joan Miró. No se traduce lo invisible, porque todo procede de lo palpable y vivo. Todos los pensamientos que no verbalizó se transformaron en sinuosas curvas geométricas de colores, todos los sueños que calló fueron pájaros multiformes en la noche. Miró es un signo de exclamación que no habla; parpadea y permanece constante en su evasiva. Sus cuadros son incógnitas traducidas en el reverso, jugando entre el lenguaje infantil y la voz meticulosa de quien pensó mucho la pintura. «Escuchaba con los ojos muy abiertos y una sonrisa de luna campesina extraviada en la ciudad». Amable creador volátil, extraviado de la norma, tan aparentemente azaroso como en corazón comprometido y exacto.
Tras su o acentuada, tres puntos suspensivos le han traído en silencio a Madrid: pinturas, esculturas y su etapa final como contexto principal. La Galería Elvira González y la Fundación Mapfre reúnen entre ambas casi noventa obras del artista; siendo protagonista en la primera el recolector de objetos, escultor de incompatibles y, en la segunda, el pensante de las aves, mujeres y personnages. Descifrar entre sus paredes el idioma colorista de comas y apóstrofes.
Ahora, y por segunda vez, parte de esa segunda e intensa mitad de vida se exhibe en la galería Elvira González, en una muestra formada por diez esculturas de entre los años 70 y principios de los 80
En un margen de Mallorca, tierra de su abuela materna y de felices recuerdos de infancia, el día de Navidad de 1983 se marchaba el hombre cuya obra comenzaba, tras el conseguido éxito en el extranjero, a valorarse y difundirse también por España. Los años de compromiso con la cultura catalana, el nacimiento de la fundación que lleva su nombre, el reconocimiento institucional, las primeras retrospectivas. Lejos quedaba ya el sabor monótono de la escuela, el refugio de los primeros dibujos, aquella enfermedad y la tenacidad del niño Joan, tímido e introvertido, por ser pintor. La Academia Galí, vivir Barcelona como capital del arte europeo durante la guerra, Mont-roig, París y el dadaísmo. El surrealismo y su relación ambivalente, estampas paisajísticas tornadas en oníricas, las «pinturas salvajes», las Constelaciones, la llamada internacional. El famoso «asesinato» de la pintura; para su reconversión y purificación. Miró siempre como lengua autóctona impregnada de acentos foráneos que viraba hacia sí. Un punto, en la Historia del Arte, un punto discreto y travieso, incansable. Un punto y siempre seguido.
Ahora, y por segunda vez, parte de esa segunda e intensa mitad de vida se exhibe en la galería Elvira González, en una muestra formada por diez esculturas de entre los años 70 y principios de los 80 (sus assemblages), dos pinturas y cinco obras sobre papel. Letras de su abecedario que como paréntesis, en el hábitat blanco de la galería, rodeadas de luz y aire reclaman su pequeño pero firme territorio.
Miró llenaba de objetos su taller, como de máscaras y músicas llenó Picasso el suyo. Objetos perdidos o aburridos de su función reconvertidos en sus obras
Ensambladas y teatrales esculturas como la enigmática Chanteur Mongol (1971), la orgullosa Gymnaste (1977) o la gran Souvenir de la Tour Eiffel (1977), una mayúscula entre sus formas de bronce; mestizaje de materiales e identidades. Miró llenaba de objetos su taller, como de máscaras y músicas llenó Picasso el suyo. Objetos perdidos o aburridos de su función reconvertidos en sus obras. Ver en una percha unos hombros y un cuello, en unas tijeras un pico de ave o cocodrilo, en una gotera un rostro de perfil, en carreteras cremalleras, en una línea un gesto, en un círculo, tal vez, el rostro completo del mundo. Ver con los ojos del Asombro, ver donde otros sólo miran. Las obras de Miró son el resultado de una imaginativa mirada inquieta («¡Sobre todo, quiera Dios que no me falte la Santa Inquietud!», decía) y unas manos que se dejaban llevar, en equilibrio, por la inspiración y por un riguroso proceso de arquitectura de las ideas.
Y, entre medias, crear un lenguaje abstracto para hablar una pintura que nace, en realidad, de la figuración. «Todo cuanto usted ve en mis cuadros existe», le expresó al escritor Walter Erben durante un encuentro. «Todo nace de lo visible. ¡No hay nada abstracto en mi pintura! […] Las notas u objetos que recojo producen en mí una especie de conmoción. En el momento en que empiezo a trabajar, esas notas u objetos pierden para mí su significación. Si las conmociones sufridas tienen o no el poder de engendrar sensaciones de naturaleza pictórica, eso tiene que ser decidido frente a la tela».
El espacio permanente que la Fundación ha creado para Miró se ha construido de blancas paredes, que como pentagramas vírgenes forman un recorrido limpio, etéreo
Femme, oiseau, étoiles (1943), Femme devant le soleil (1944) Homme, femme et oiseaux dans la nuit (1970). Los nombres sobre lienzo que alberga la galería Elvira González nos acercan y conducen hacia la Fundación Mapfre, a pocos metros de allí, donde el universo predominante es el paisaje estelar. En casual sintonía con la galería, el espacio permanente que la Fundación ha creado para Miró se ha construido de blancas paredes, que como pentagramas vírgenes forman un recorrido limpio, etéreo, estéticamente en contraste con la paleta del soñador artista de ojos brillantes. Cinco secciones –El signo y el gesto, Miró-Calder, Mujeres, pájaros, estrellas; Las cabezas y Desafío a la pintura– organizan, como dos puntos que definen un sustantivo, a un Miró «entusiasta, divertido y hasta feliz en la plenitud de su oficio y en la libertad de su lenguaje, que reflexiona sobre su propio trabajo, el arte y el devenir del tiempo».
Libres óleos sin enmarcar como Peinture (1962) y Paysage animé (1973), Constelaciones como Personnages et oiseaux devant le soleil (1970-77), que tanto influyeron en expresionistas abstractos como Pollock o Rothko desde ese cielo tan particular; amplio folio que él llena de sus signos de puntuación. Escuchar entre los pasillos a visitantes que susurran: «Es verdad, nosotros no estamos acostumbrados a pintar el vacío. Eso es adonde yo quiero ir. A pintar el vacío». Mas dicen que no era vacío, sino plenitud para la creación; «la sensación de gran espacio, no el vacío que provoca la angustia (como en De Chirico o, a veces, en Ernst), sino el reino de las posibilidades».
Junto al vacío pleno, en un rincón reservado, un guion divide y une los nombres de Joan Miró y Alexander Calder. Obras que éste regalo a aquél
Junto al vacío pleno, en un rincón reservado, un guion divide y une los nombres de Joan Miró y Alexander Calder. Obras que éste regalo a aquél, obras donde ambos ya permanecen en el tiempo perennes. Una amistad surgida en 1928 que les enriqueció como personas y, sobre todo, como artistas: «Las esculturas de uno, que parece escribir en el espacio, se llegaron a identificar con las formas bidimensionales del otro». Mágica fusión de ida y vuelta que muchas otras veces así ha florecido, como es el caso del poeta (y tocayo) Joan Margarit y el pintor José María Subirachs.
Como descendiendo al misterio, la ortografía de Miró se expande a lo largo de la planta inferior, que recorre obras absortas en el pensamiento sobre la pintura y la gestualidad. Paisajes que pueden ser mujeres, mujeres como paisajes y pájaros, pájaros bajo estrellas, manchas todas ellas de precisos rojos, azules y verdes. Colándose entre la noche y la tierra, sus personnages: criaturas extrañas, cómicas, solitarias, que altivas nos observan o miran más bien el silencio tras nuestros cuerpos. O quizá desafíen, junto a su creador, al arte sobre lienzo: la última sección de esta exposición permanente se dedica a las curiosas y enérgicas invasiones que hizo sobre óleos perdidos encontrados en mercados o rastrillos, como Personnage dans un paysage près du village (1965). Figuras suyas sobre escenas ajenas que reinterpreta, su poderosa tilde sobre palabras huérfanas. «Una poética que une lo disímil». Punto final de Miró en el aire.