Hay jinetes de luz en la hora oscura
Fernando Bonete | 16 de febrero de 2018
No se hizo ningún favor Juan Gómez-Jurado al sugerir que La peste pudiera ser un plagio de su superventas La leyenda del ladrón. Teniendo en cuenta que no necesita del recurso de la polémica, ni de avivar las pasiones de sus fans para mantener sus ventas, no se entiende el desliz. Sí se entiende, y quizá vayan por ahí los motivos del aparente descuido del escritor, las opiniones de tantos críticos que ponen el estreno de Movistar+ al nivel de calidad de los lanzamientos de la norteamericana HBO.
¿Alguien que haya leído La Leyenda del Ladrón está viendo #LaPeste? ¿Se “parecen” mucho, mucho, o soy solo yo? https://t.co/CXLLZpf73d
— Juan Gómez-Jurado (@JuanGomezJurado) January 12, 2018
Si dejamos al margen la manía de comparar lo español con lo extranjero, porque da la sensación de que la única manera de apreciar nuestra riqueza cultural en las series, el cine y la dimensión artística que se tercie pasa por buscar el incomprensible beneplácito del mundo, como si no poseyéramos las evidencias suficientes para sentirnos orgullosos de nuestra identidad forjada al fuego de una historia apasionante. Dejando al margen el complicado y preocupante asunto de nuestros complejos nacionales, no es falso que, como la mayor parte de las producciones actuales de la cadena norteamericana, La Peste posee el aliciente de una estética hipercuidada, el reclamo de los argumentos conspiratorios y el embeleso de unas actuaciones fascinantes.
Esto se lo debemos también a Alberto Rodríguez, quizá uno de los mejores directores del cine español actual, quien en el último quinquenio, al menos en la cuestión formal, ha demostrado su valía; ahí están la incipiente incursión en su nueva manera de hacer cine, Grupo 7 (2012), la sobresaliente La isla mínima (2014) y la excesiva El hombre de las mil caras (2016) para apoyar su candidatura.
No se entienden las atribuciones de Gómez-Jurado, como se entienden muy bien, por contra, las influencias de HBO, en el sentido de que bajo todo ese deslumbramiento formal y estético creado por Rodríguez nos aguarda la oscuridad que trae consigo la falsedad histórica, la incomprensión de los resortes sociales y fundamentos morales que movieron la España de la Edad Moderna y el Siglo de Oro, y el despropósito de vendernos como catolicismo y protestantismo algo que solo cabe definir como panteísmo puro y duro. Y si no, atiendan al spot televisivo:
El tráiler es pura fantasía para oídos posmodernos, y un perfecto avance de lo que nos deparan las seis horas de metraje: poesía preciosista, eslóganes emocionales y criticismo encendido, todo ello, por supuesto, completamente vacío de significado. Los ingredientes perfectos para hacer las delicias de nuestro tiempo, en el que, a razón de no comprometernos con nada, preferimos la laxitud de un dios venido a menos con múltiples manifestaciones, amoldable a nuestras preferencias, “que está en todas partes”, en igualdad de condiciones con nosotros, democrático.
Todo esto será ahora, pero a finales del siglo XVI no se explica. Como no se explica la imagen de una Sevilla podrida y necia, donde todo el mundo va a la hoguera (se debían quemar protestantes todos los días, vaya) o tiene en mente la idea de huir a Flandes (no se entiende, porque allí sí se quemaba a tutiplén) o América (tampoco nos cuadra, porque no viajaba al Nuevo Mundo cualquiera). Y luego están, claro, no podían faltar, las dosis de feminismo, homosexualidad, pederastia y sexo entremezclados; que eso siempre gusta para dar morbo a la temporada.
América era la tierra de las oportunidades. Todo el mundo quería ir: extremeños, canarios, aragoneses, catalanes, vascos… Sin embargo, la mayoría de los viajeros fueron andaluces. #LaPeste pic.twitter.com/qr0Vz8wdqw
— La Peste en Movistar+ (@LaPesteSerie) February 13, 2018
Por cierto, que en esa Sevilla inventada, la Iglesia hace su agosto de codicia y ambición sin par; sus orfanatos y hospitales de caridad son escasos y repulsivos; sus ciudadanos profesan toda clase de supersticiones y rinden culto a Cristos negros, como el de Cáceres, pero en miniatura, más fieros y afilados, entre docenas de velas, luces verdes mortecinas y un ritual de susurros. Hasta tal punto hablan bajito sus personajes que muchos espectadores han encontrado imposible seguir con comodidad los diálogos; no es broma ni recurso de ironía, ya hay podcast serios discutiendo el tema, y no, no tiene que ver para nada el acento andaluz, que solo faltaba sumar al conjunto más tópicos manidos.
Si obviamos todos los detalles de su falsedad histórica, la manipulación y el sinsentido de su discurso religioso y la imagen que de España y su historia se proyecta, que pronto, tras su internacionalización, servirá para alimentar y afianzar los estereotipos de siempre fuera de nuestras fronteras; si se obvia todo ello, entonces sí, La peste es una carcasa estética perfecta, una caja de humos preciosista con la que sumarnos a quienes la consideran “la mejor serie de televisión española”. Si, por contra, guardamos algo de respeto hacia nuestra historia y conservamos cierto aprecio y gusto por la verdad, no encontraremos más que un thriller inmaduro.