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Cultura

Premio Cervantes 2016 . La última travesura de Eduardo Mendoza le otorga el galardón

Alberto Gordo | 20 de abril de 2017

Cultura

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Eduardo Mendoza, premio Cervantes 2016, sufrió una absurda censura que catapultó su carrera. Cambió de estilo y se arrimó a Cervantes para aprovecharse de la problemática tradición novelística española.

Eduardo Mendoza (Barcelona, 1943) tenía 31 años y trabajaba en un banco cuando publicó el libro por el que todavía le preguntan. Se iba a titular Los soldados de Cataluña, pero a la censura el nombre no le gustó, así que le obligó a cambiarlo por uno indiscutiblemente mejor, que con el tiempo se impondría: La verdad sobre el caso Savolta. La última edición de la novela (Seix Barral, 2015), que conmemoraba sus 40 años y en cuya portada volvía a figurar el desconcertante título original, venía acompañada de unos jugosos apéndices con notas de la censura; una censura, por cierto, que en su día lo tildó de “novelón estúpido y confuso, escrito sin pies ni cabeza”.

A Mendoza jamás le ha molestado volver, a menudo por imposición periodística, sobre una novela sin la que probablemente no habría ganado el Premio Cervantes. Nunca ha ocultado cuánto de lo que le ocurrió entonces -un éxito inmediato, insólito en el panorama literario español, que se tradujo en que, a la vuelta de Nueva York, a donde se fue tras publicar el libro, tenía un millón de pesetas en concepto de derechos de autor esperándolo en el banco- fue determinante en su trayectoria posterior. “¿Cómo iba a ser capaz de escribir algo que no defraudara a toda esa gente? Fue por eso que cambié de estilo. Estuve mucho tiempo dándole vueltas a cómo continuar, y entonces fue cuando empecé con las novelas de humor”, dijo Eduardo Mendoza en una entrevista de 2015 con El Cultural.

Se iba a titular Los soldados de Cataluña, pero a la censura el nombre no le gustó, así que le obligó a cambiarlo por uno indiscutiblemente mejor, que con el tiempo se impondría: La verdad sobre el caso Savolta

En La verdad sobre el caso Savolta, como en La ciudad de los prodigios (1986), el escritor recogió el testigo del Lazarillo, lo pasó por el tamiz de Cervantes -quizás nunca fue tan precisa la coletilla del jurado, obligado cada año a destacar la filiación cervantina de los premiados, exista o no- y, situándolo en Barcelona durante la conflagración europea, devolvió el fascinante reflejo de una ciudad por hacer, tan convulsa como gozosa, violenta, dura y arrabalera, con el auge del pistolerismo al fondo y el frenesí de unas calles en permanente ebullición social y económica. Todo ello en una carcasa literaria híbrida, juguetona, entre el folletín, la novela sentimental, el noir, la novela de detectives y la ficción paródica.

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El caso es que el pasado 30 de noviembre, cuando se falló el premio más importante de las letras españolas, los mentideros periodístico-culturales de nuestro país dejaron durante unas horas de parecerse a sí mismos: por una vez, mostraron (o parecieron mostrar) unanimidad ante una decisión tomada por una entidad (un jurado) que, aunque no del todo ajena a ellos, al menos se percibe como tal. Pero lo más curioso fue comprobar que el galardón recaía en un escritor que horas antes apenas aparecía citado en las quinielas; un escritor, en fin, al que ahora todos reconocen como justo ganador, pero en cuya victoria nadie confiaba.

Lo más curioso fue comprobar que el galardón recaía en un escritor que horas antes apenas aparecía citado en las quinielas

¿Qué tiene Eduardo Mendoza –además de su acreditada simpatía- para poner de acuerdo a tanta gente? El crítico Ignacio Echevarría ha escrito que la razón de su éxito (de su importancia como novelista, cabría decir) es que “de entre los escritores de su generación, y de las que la siguen, Mendoza, con su declarada anglofilia y su genuino cosmopolitismo, es uno de los que con más talento ha sabido aprovecharse de la problemática tradición novelística española, cuya herencia asume con desenfado y lucidez”.

Legible, ameno, realista, de una falsa sencillez: he aquí algunos de los inevitables calificativos que vienen sirviendo para perfilar la literatura del escritor, que no obstante es mucho más. El propio Echevarría lo sitúa en un mapa de algún modo insospechado: en la estela de Benet y, por extensión, de Baroja, de quien el propio Mendoza escribió una recomendable biografía (Pío Baroja, Omega, 2001). Otros antecedentes, a los que el autor barcelonés enriqueció con el aire fresco de “otras tradiciones acaso más refinadas”, serían, señala Echevarría, “Galdós, Clarín, Pardo Bazán, Valle Inclán o Armando Palacio Valdés”.

Legible, ameno, realista, de una falsa sencillez: he aquí algunos de los inevitables calificativos que vienen sirviendo para perfilar la literatura del escritor

La repentina popularidad de su primera novela (nunca igualada por sus libros posteriores, ni siquiera por Sin noticias de Gurb, de lectura obligada en tantas escuelas, una novela que, como dijo el propio Mendoza, tantos lectores “han leído por gusto o por disgusto”) ha sido explicada, y bien, por los teóricos de la literatura española: Mendoza llegó en plena apertura política, llegó dispuesto a abrir las ventanas y contribuyó a superar una literatura que se repartía entre el anquilosamiento y los más indigestos experimentos formales. Como ha escrito el novelista y crítico Gonzalo Torné, Mendoza, con su “embrollo de técnicas” aplicado sobre narraciones lineales, “parece reprochar el esfuerzo invertido por la moda del “vanguardismo” en complicar la narración”.

Ya en 1976, cuando La verdad sobre el caso Savolta ganó el Premio de la Crítica (entonces importaba mucho, en todo caso más que ahora) el gran Juan García Hortelano, en aquel tiempo el ‘Pope’ de la crítica literaria patria, escribió en El País que Eduardo Mendoza había “esquivado a las sirenas del ruidoso experimentalismo, las facilonerías de la modernidad” y que se había “esforzado en innovar lo inventado, ahorrándonos el invento puro”. Manuel Vázquez Montalbán o Félix de Azúa, pero también Juan Benet o Javier Marías, fueron (y los que aún viven, aún lo son hoy) otros de sus más encendidos admiradores. Lo cual no es decir poco.

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