Hay jinetes de luz en la hora oscura
José Ignacio Wert Moreno | 20 de noviembre de 2017
Cierran los cines Acteón. Leo la noticia apenas un día después de haber pasado por ellos con la prisa que da el recado cuando el horario comercial está a punto de finalizar. Pensé entonces que era extraño que siguieran abiertos. Es exactamente la misma idea que me ha rondado la cabeza en las últimas veces que los había vislumbrado, ahora con cierta frecuencia derivada de la proximidad laboral. No era raro: las salas de cine del Madrid urbano están en vías de extinción.
Los cines Acteón se funden a negro y echan hoy el cierre https://t.co/fjU2waDkDN
— ABC.es (@abc_es) November 9, 2017
Es difícil no dejarse llevar por la nostalgia. La apertura de este complejo de cines, allá por el verano de 1995, supuso un cierto hito para la exhibición cinematográfica en la capital. Eran unas salas modernísimas. Tanto que casi compensaban lo incómodo del enclave. Suponían la nueva punta de lanza de la cadena de Bautista Soler –Cartago, Benlliure, Palacio de la Música o la versión original del California, entre otros-, que exhibía sobre todo el material de Warner. Su modelo no cuajó en el centro de la ciudad. Se siguieron inaugurando cines con importantes adelantos, pero en localizaciones tirando a periféricas, cuando no directamente en términos municipales fuera de Madrid, con los Kinépolis de Pozuelo de Alarcón como principal exponente.
Agoniza una manera de ver películas en la ciudad. Mi generación puede decir que vivió sus últimos coletazos. Sin duda, habré olvidado cosas de provecho. Pero la fascinación que siempre me ha provocado ver cine en las salas de cine hace que recuerde sesiones que se remontan a más de un cuarto de siglo en el tiempo, cuando tenía siete años o incluso menos. El videoclub había acabado con los cines de barrio y permanecían las salas de mayor solera, en la Gran Vía y en Fuencarral, pero también en el Barrio de Salamanca, que contaba con un parque de pantallas muy estimable. Las grandes carteleras, generalmente pintadas a mano, constituían un gran aliciente para moverse por la ciudad. Solo en la ruta de mis primeros años de colegio atravesaba los Benlliure, Vergara, Carlos III y Bilbao.
El ritual no era muy distinto del que describía la canción de Mecano. Había que hacer cola, que podía ser kilométrica si el filme en cuestión era un éxito de taquilla. Había reventa. Los patios de butacas no estaban en grada, por lo que la altura del espectador de delante era un factor muy determinante a la hora de garantizar el disfrute. Algunas entradas podían ser francamente malas, con primeras filas que condenaban sin remedio a la tortícolis y butacas tan esquinadas que obligaban a ver la película torcida.
Las salas olían a ambientador. Las salas olían mucho a ambientador. Algunas pantallas tenían hasta telón. Al descorrerse, bloque de anuncios que comenzaba y terminaba con la careta de Movierecord (¿existe sintonía más pegadiza?). Y qué anuncios. Restaurantes más o menos próximos a la sala en cuestión, que a poco que se frecuentara terminaban por aprenderse de memoria (“La Giralda uno, La Giralda dos, La Giralda tres…”). Uno larguísimo sobre el proceso de producción y distribución de la leche Pascual. Y los humoristas que actuaban en las salas de fiestas (¡!) que en aquel entonces seguían en pie. Cleofás, sobre todo. No se llevaba mucho todavía lo del “stand up comedy”. Los que salían en esos anuncios eran Fernando Esteso o Ángel Hito. Quizás no muchos recuerden hoy día a este último. Pero para mí era fascinante verlo anunciando sus actuaciones en la pantalla porque era mi vecino.
La industria del cine en España carece del merecido peso por falta de buenos guiones
No se estilaba ya lo del “visite nuestro bar”. Pero algún cine sí lo seguía usando. Ya se comía en el interior de las salas, pero las palomitas eran envasadas. La modernidad eran las máquinas que te las hacían al momento para degustarlas calentitas. El Roxy B fue pionero.
Se solía salir por la entrada de los cines (de ahí aquel memorable gag de Los Simpson). Pero, antes de volver a la dura realidad de la calle, había que cumplir con un ritual. Detenerse para volver a ver las imágenes de la película que estaban colgadas en el vestíbulo. “Así me acuerdo mejor”. Ya no existen esas imágenes, que bastante tiempo después supe que se llaman fotocromos y que ahora son cotizadas piezas de coleccionista en internet.
(Casi) ninguno de aquellos cines existe ya. A este texto solo le faltan unas notas de Morricone. Por eso conviene poner las cosas en su medida. La nostalgia es una emoción muy natural. Pero tampoco es bueno recrearse. Ahora estamos muy bien. Hay menos locales, pero estos suman un gran número de pantallas. Las salas son muy cómodas y la versión original ha dejado de ser exclusiva del entorno de la Plaza de los Cubos. Y las condiciones para ver cine en casa son mejores que las de muchas de aquellas salas de antaño. Reconociendo todo eso, el placer de ir al cine nos conecta sin remedio con el niño que fuimos. Sobre todo en el momento en el que las luces se apagan y empieza la sesión. Ese cosquilleo no se pasa con los años. Y entonces vuelve a oler a ambientador. Vuelve a oler mucho a ambientador. Y solo se desea que suene ya la sintonía de Movierecord.